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Columna
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'Obamao'

No es una anécdota. Mao Zedong es un doble símbolo. De lo viejo, el comunismo embalsamado en Tiananmen, y de lo nuevo, la cultura pop que acompaña al capitalismo y a la sociedad de consumo. Fundido con la imagen de Obama, adquiere un significado nuevo e inquietante para las estrechas mentalidades, alérgicas a la ironía, que gobiernan el Imperio del Centro. De ahí la retirada de las camisetas y carteles con esta imagen durante la visita de Barack Obama a Shanghai y Pekín. Por si acaso. Para evitar que unas chispas incontroladas puedan prender en una sociedad en plena efervescencia.

La personalidad de Obama, vista desde China, no tiene nada que ver con los anteriores presidentes que han visitado Pekín desde que Nixon abrió la puerta en su entrevista con Mao en 1972. De entrada, sólo Obama es un icono pop como lo son Mao o el Che Guevara. Para mayor peligro, es el presidente más asiático de la historia de la Casa Blanca. El más próximo, por tanto. Nacido y criado en la región del Pacífico, entre Hawai, donde nació, e Indonesia, donde pasó la infancia, con una hermana indonesia y un cuñado chino-canadiense. Pero su elocuencia y su gestualidad son todo lo contrario a la rigidez china que exhiben los señores del Kremlin chino que es Zhongnanhai (que significa Dos Lagos). Y su imagen personal y familiar está en las antípodas de los fríos y opacos burócratas con los que se ha entrevistado estos días.

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Los chinos se preguntan acerca de Obama. No saben si es la cara amable y momentánea de unos Estados Unidos debilitados por los disparates de Bush y por la crisis económica o el nuevo rostro de una superpotencia adaptada a un mundo más equilibrado y multipolar. El poder comunista de Pekín siempre ha preferido a los republicanos sobre los demócratas. Se lo dijo el propio Mao a Nixon: "Yo voté por usted en las elecciones". Nadie ha tenido mejor entrada en Pekín, después de Nixon, que los Bush, padre e hijo. Sólo con Bill Clinton, en su viaje de 1998, los mandarines del régimen soltaron la mano y permitieron una rueda de prensa en condiciones de libertad, en la que Jiang Zemin, el líder de la época, discutió amistosamente con el presidente norteamericano sobre los temas más comprometedores, entre otros los derechos humanos. Ahora, con Obama, ha regresado la frialdad con que el izquierdista Mao trataba a los izquierdistas.

China se ha manifestado como un socio difícil y un amigo reluctante, hasta el punto de que Obama regresará a Washington prácticamente con las manos vacías. No es una novedad. Está en la línea de su presidencia, esmaltada por magníficos discursos, inspirados y de gran capacidad transformadora, y articulada sobre grandes cambios de rumbo estratégico, tanto en la organización de la sociedad americana (sistema de salud, intervención del Estado en la economía, cambio hacia la economía verde...) como en la acción internacional (nuevo comienzo con Rusia, desarme nuclear, incorporación de China al G-20 y de facto al G-2 que tan bien encarna este viaje...). Cosas todas ellas que están muy bien, pero presentan una dificultad que si persiste tendrá consecuencias electorales: todavía no ha dado frutos concretos.

Esos días chinos de Obama expresan perfectamente la ambivalencia: el eje del mundo está ya claramente en el Pacífico. Nada puede hacer EE UU sin China y nada puede hacerse en el mundo sin el tándem que conforman EE UU y China. Se necesitan, a pesar de la frialdad y la distancia. Esto es así si se trata de acordar cifras de reducción de emisiones a la atmósfera, estimular la economía mundial o frenar la proliferación nuclear. Incluso si se trata de gestionar razonablemente los embrollos de Afganistán, Irán e Irak, tres países del continente asiático. Son las interdependencias sobre las que se construyen las nuevas relaciones internacionales en las que cada uno de los grandes actores es necesario, pero ninguno de ellos, ni siquiera dos de ellos juntos, son suficientes para poner en marcha la bola del mundo.

Pero esta ambivalencia se expresa también en Obamao, la síntesis iconográfica de la dialéctica maoísta que opone, como tesis y antítesis, a los dos iconos pop, el Gran Timonel que fundó la República Popular China y el primer presidente negro que quiere convertir de nuevo a EE UU en el líder mundial por su autoridad moral y su capacidad de diálogo multilateral. La explicación más sencilla de la censura a esta imagen es que nada produce más sarpullidos en los pabellones de los Dos Lagos que la irreverencia. Pero la técnica de la sospecha conduce a escarbar algo más: obligados a soportar a Mao embalsamado y a utilizarlo como escudo de su intransigencia, temen el impacto de Obamao sobre unas juventudes ansiosas de una libertad hasta ahora secuestrada. El diseñador del nuevo icono, que representa a Obama como un guardia rojo, ha hecho con las imágenes lo mismo que hicieron los jóvenes chinos en 1989 con Tiananmen, ocupar el gran espacio simbólico del culto maoísta.

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