La era de lo posible
La tasa Tobin o la limitación de los sueldos de los directivos son algunas de las propuestas para cambiar el modelo económico. Pero el debate está condicionado por la desubicación ideológica de la izquierda
Es durante las grandes crisis históricas cuando las ideas que parecían irrealizables emergen con fuerza para cimentar las bases teóricas de nuevos paradigmas. La crisis económica mundial es una puerta abierta a una transformación profunda en el modelo económico y social establecido. Ideas ambiciosas, como la de la tasa, tipo Tobin, sobre las transacciones financieras internacionales (FTT, en sus siglas en inglés) o el debate sobre la limitación de los sueldos de altos directivos, se abren camino en el debate político y económico internacional. Sin embargo, en este contexto convulso de potencial cambio histórico, la izquierda socialdemócrata europea parece no despertar de su letargo.
Para Stiglitz, la caída de Wall Street sería para el capitalismo lo que la del Muro para el comunismo
Los autores intelectuales de un modelo fracasado son los primeros en liderar su reforma
A finales del verano, lord Turner, presidente de la Autoridad Reguladora de Servicios Financieros (FSA, en sus siglas en inglés) del Reino Unido, criticaba públicamente el carácter "socialmente inútil" de los mercados financieros y se posicionaba a favor de tasar las transacciones financieras internacionales. Curiosamente, este tipo de declaraciones provenían, en esta ocasión, de un exitoso financiero de la City y no de un agricultor barbudo francés o un trotskista antiglobalizador. Tras él, eminentes líderes mundiales, desde Nicolas Sarkozy a George Soros, pasando por Joseph Stiglitz o (recientemente) Gordon Brown, han declarado estar a favor de la aplicación de una FTT.
Tanto interés ha culminado en el encargo del G-20 a John Lipsky, director del FMI, de un estudio sobre la posible aplicación de una tasa, todavía por definir, sobre el sector financiero. La iniciativa original, liderada por Peer Steinbrück, ex ministro alemán de Finanzas y justificada bajo el principio de "quien contamina, paga", consistiría en un impuesto de un tipo muy bajo (por ejemplo del 0,05%), con un contenido más amplio que el de la tasa Tobin, que cubriría todas las transacciones financieras internacionales (incluyendo mercados de derivados, etc.), en el marco de sus jurisdicciones.
No es casual, en el contexto de la decadencia de la doctrina del "todo-gobierno-es-malo", que vuelvan las ideas de uno de los grandes economistas del siglo XX, James Tobin, Nobel de Economía en 1981, discípulo de Keynes, asesor de J. F. Kennedy y el más destacado opositor al naciente monetarismo de Milton Friedman, padre intelectual del Consenso de Washington.
La idea, que desde su concepción ha sufrido de mucho contrabando semántico, es poderosa actualmente por su doble dimensión: un simple parámetro podría contribuir a estabilizar las finanzas globales, penalizando los movimientos especulativos a corto plazo (afectando al comercio de manera prácticamente imperceptible) y como recurso potente para ayudar a paliar los costes de la crisis o financiar bienes públicos globales, como la lucha contra la pobreza y el cambio climático. El Instituto Austríaco de Investigaciones Económicas estima que una tasa global de 0,05% podría recaudar hasta 690.000 millones de dólares anuales, lo que equivale aproximadamente al 1,4% del PIB mundial.
No es la primera vez que escuchamos hablar de los beneficios potenciales de una tasa de este tipo, ahora bien, ¿es posible su aplicación? La crisis ha propiciado los cambios necesarios para que así sea. La consolidación del G-20 como nuevo foro para la gobernanza global ofrece un espacio idóneo para el consenso internacional: los países del G-20 representan el 97% de las transacciones financieras internacionales. Asimismo, los planes para extender la regulación financiera internacional permitirían un control mucho mayor del monto total de transacciones. En contra de lo que se piensa, tasas sobre el sector financiero existen en varios países de la UE: Austria, Irlanda, Grecia o Francia. En el Reino Unido, por ejemplo, la Stamp Duty, que existe desde hace más de 100 años, reporta unos beneficios de 7.000 millones de dólares anuales y no podría decirse, precisamente, que la tasa haya expulsado a los inversores de la City. El desarrollo de la tecnología ha permitido que este tipo de tasas sean una fuente de ingresos estable, barata, predecible y eficiente, dado que al dejar las transacciones financieras un recorrido electrónico, son muy difíciles de evadir.
Habida cuenta que la crisis ha costado de media a los trabajadores de los miembros del G-20 más del 30% del PIB es hora de que los responsables de la crisis empiecen a pagar por sus errores. Especialmente cuando, en un marco de verdadera crisis social, los causantes de la crisis están volviendo al business as usual. Son incontables los casos de entidades todavía sostenidas con dinero público que están repartiendo bonus millonarios a sus directivos.
La aparición del debate en el G-20 sobre la necesidad de limitar los sueldos y bonus de directivos constituye otro ejemplo de que los tiempos han cambiado. En el pasado cualquier debate de este tipo hubiera sido impensable. Como sugirió David Miliband, ministro de Exteriores británico, "la diferencia entre el sueldo del consejero delegado y del empleado de tienda, es más el resultado de las normas morales de nuestro tiempo que de las fuerzas de mercado". Comentario significativo, viniendo de un destacado dirigente laborista, cuyo gobierno ha permitido durante la última década los grandes excesos de la City londinense.
Al inicio de la crisis Stiglitz sugirió que la caída de Wall Street sería para el capitalismo lo que la caída del Muro fue para el comunismo. Sin embargo, el potencial cambio real que este nuevo debate internacional pudiera producir está severamente condicionado por la desubicación ideológica de la izquierda. Particularmente ilustrativo resulta el caso de la socialdemocracia en Europa occidental. Véase la crisis interna del partido socialista francés, la caída en picado del laborismo de Gordon Brown, o los pésimos resultados electorales del partido socialista alemán.
La caída del muro de Berlín hace 20 años se tradujo en la progresiva eliminación de las cortapisas que habían moderado el capitalismo, una vez que la desaparición del comunismo no le empujaba a mostrar su lado más humano. Desde los años 90 la socialdemocracia en Europa se sumó al carro del dogmatismo neoliberal, donde la desregulación fue la norma y el progresivo adelgazamiento del Estado una inercia tramposamente inevitable. Así, como bien relataba Sami Nair desde estas mismas páginas, la izquierda no calculó bien la pérdida de identidad que le ha supuesto su adaptación a la globalización liberal.
Precisamente ahora que la crisis ha puesto en cuestión el paradigma neoliberal, han sido Merkel y Sarkozy quienes han liderado el discurso en Europa en favor de limitar los bonus o aplicar la FTT. Incluso fue el presidente francés quien se atrevió a hacer un llamamiento por una "refundación del capitalismo". Nos encontramos ante la paradoja de que los autores intelectuales de un modelo fracasado son los primeros en liderar su reforma.
Pero precisamente ahí está la clave de la cuestión: ¿podría una reforma liderada por los conservadores traducirse en un verdadero cambio de modelo económico y social? La experiencia hasta la fecha sugiere que no. Los encuentros del G-20 en Pittsburg y Saint Andrews han sido decepcionantes. La respuesta política a la crisis debe de ir más allá de un mejor sistema regulador, de estrategias de gestión de riesgos y requerimientos de capital. Se debe aspirar a recuperar el contenido ético que ha estado ausente de los mercados financieros. Y es en ese espacio donde la izquierda debe ser capaz de reinventar su discurso para presentarse como una transformadora pero fiable opción de cambio. La Presidencia Española de la UE es un escenario idóneo para que Zapatero lidere ese proyecto.
Por el momento, el balance no es positivo. Parece como si en esta era de lo posible, en donde lo antes utópico ahora es considerado razonable, la izquierda estuviese agazapada a la espera de pistas que le indiquen por qué latitudes se dibujará el camino hacia un mundo más justo. Por el momento, podría comenzar por abanderar la defensa de iniciativas como la FTT o la necesidad de impregnar de un valor moral las abrumadoras diferencias salariales, para que, al menos, la distancia entre las expectativas de cambio que ha despertado la crisis y los cambios reales sea razonable.
Antonio Roldán Monés es asesor económico en el Parlamento Europeo y Carlos Carnicero Urabayen es master en Relaciones Internacionales de la UE por la London School of Economics y en Paz y Seguridad Internacional por el King's College London.
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