Hamlet en verde
Me sitúo desde luego entre quienes piensan que el siglo XXI será ecológico o no será. Y el que esta afirmación aún pueda sonar grandilocuente, desproporcionada o incluso impertinente, o si se prefiere, el que muchas personas se resistan todavía a aceptar que lo del calentamiento global va peor que en serio, tiene que ver precisamente con el hecho de que estamos confrontados con algo que hasta ahora, en lo que llevamos de historia del mundo, ha sido inimaginable: la posibilidad de que los seres humanos destruyamos nuestro propio hábitat de un modo radical, irreversible, invivible. Se entiende que cueste entender lo que hasta ahora parecía impensable.
Pero hoy lo impensable se ha vuelto no sólo concebible sino posible, e incluso probable. El planeta se nos va de las manos, se nos evapora como el agua de un puchero puesta a hervir. Y esa ebullición hay que pararla; hay que bajarle radicalmente el fuego al calentamiento global, cortar por lo sano las emisiones de CO2. Porque lo que se está cociendo es el desastre; o porque el resto, hasta el desastre, es sólo cuestión de tiempo, de plazos que tampoco poseen ya una escala cósmica, de ésas que el pensamiento no tutea (que imagina pero no mide) sino que se trata de plazos que se cuentan como la vida misma, en los tramos de unas cuantas, pocas, generaciones. El desastre está a la vuelta de la esquina: desaparecerán las nieves del Kilimanajaro, se fundirá del todo el casquete polar, islas enteras serán tragadas por el océano... y nosotros mismos lo veremos; o alguien que conocemos, alguien ya nacido, lo verá.
A menos que... Y no sigo la frase porque todo el mundo sabe ya lo imprescindible: reducir drástica y definitivamente las emisiones nocivas, etcétera. O lo que es lo mismo cambiar de modelo, de noción de desarrollo. "Algo huele a podrido en el reino de Dinamarca" escribió Shakespeare en una época en que el mundo estaba aún cubierto de bosques, de especies innombrables, de ríos limpios, de cumbres nevadas, de estaciones que se sucedían puntualmente en la belleza de su previsibilidad y sus entretiempos. En el reino de Dinamarca hay también ahora un olor preocupante; la cumbre climática de Copenhagen no ha nacido aún y su atmósfera ya es de funeral. Ya se va sabiendo que las posibilidades de que los países más concernidos (los más contaminantes) asuman allí un compromiso de recorte de emisiones, real y rotundo, son casi nulas. En fin, que se va sabiendo que los discursos verdes van a quedarse en eso, sin actos (y no digamos hechos) que los respalden; que al amor planetario le van a faltar obras, aunque le sobren razones.
Y entonces a los ciudadanos ¿qué nos queda además de protestar por ello? Pues, entiendo, que actuar por la base, o hacernos cada uno nuestra nanocumbre de Copenhagen, asumir cada uno el hamletiano ser o no ser responsable contra el cambio climático. Y optar por lo primero, sin duda, (con la imagen de la calavera del planeta en la mano).
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