Los Ángeles, autopista al éxito
En 1880, Los Ángeles tenía una población de 5.000 personas.
Me trasladé a vivir de Chicago a Los Ángeles en 1994. Lo hice en busca de un sueño igual que lo hacen todos los que van a Los Ángeles. Para algunos, ese sueño es la fama, el dinero y el estrellato. Para otros, una tarjeta de residencia, un trabajo y una vida mejor para sus hijos. Yo quería ser escritor. Esperaba ganar dinero con guiones de películas. Quería conseguir el dinero suficiente que me permitiera tener tiempo libre para escribir un libro. Me trasladé con otras dos personas. Cuando llegamos, encontramos un sitio para vivir juntos y compartir gastos. Uno de ellos quería ser disc jockey; el otro, director de películas. Por entonces, conocimos al menos quince personas que en el espacio de seis meses habían ido a vivir allí.
En la actualidad hay unos 28 millones de coches en esta ciudad
Es el sueño americano. Ir allí, trabajar, tener éxito. Mi país se fundó sobre esta idea
En todo lugar me hablaban de trabajo, de ambición, de conducta implacable para conseguir éxito
Me enamoré de una ciudad en la que estaba acostumbrado a trabajar, no a vivir. Llegué a quererla, me sentí orgulloso
Tenía imagen de violenta, frívola, antipática, llena de pandillas e inmigrantes
Miles de personas de cada lado de las fronteras de EE UU y el exterior llegan aquí
Yo entregué parte de mi alma en los Ángeles. Acepté trabajos sólo por dinero
En 1890, en Los Ángeles vivían 50.000 personas. En 1892, Edward Doheny, un buscador de oro fracasado, descubrió petróleo en Los Ángeles y en dos años ya había cerca de mil pozos en los límites de la ciudad. El primer coche llegó en 1897. La población en 1900 era de 105.000 habitantes.
Antes de vivir en Chicago estuve dos años en Europa, uno de ellos en Londres y otro en París. Me encantaba tener un estrecho contacto con ciudades tan sofisticadas y a la vanguardia de la cultura. La idea de ir a Los Ángeles me ponía enfermo. Quería ir porque creía que era una oportunidad, pero tenía la imagen de ser violenta, frívola, antipática, obsesionada por la fama, repleta de pandillas de gamberros de mierda, de inmigrantes ilegales, de aspirantes a estrellas de cine, de mujeres con demasiada cirugía estética y hombres conduciendo ferraris. En cuanto salí me sobrevino una sensación de amenaza, miedo y arrepentimiento que se acrecentó a medida que cruzaba el país. Pensaba que, en el mejor de los casos, me quedaría dos años, ganaría el dinero que necesitaba y me marcharía. En el peor, permanecería sólo una semana porque no podría soportarlo. Sin embargo, descubrí que, aparte de mí, miles de personas de cada lado de las fronteras de Estados Unidos y del exterior, algunos de forma legal y otros no, llegaban cada año a Los Ángeles. Cada uno de ellos y todos ellos creen y están convencidos, desde lo más profundo de su corazón, que pueden conseguirlo.
En 1904, el suministro de agua no alcanzaba a toda la población. En 1908 se produjo 'El poder del sultán', primera película realizada en Los Ángeles.
Es el sueño americano. Ir allí, trabajar, tener éxito, conseguir ser alguien. Mi país se fundó sobre esta idea y ha progresado, se ha superado a sí mismo. Los Ángeles es el mejor ejemplo de ello en este siglo XXI. Se puede sentir en sus calles; en los monumentales atascos de tráfico; en los coches conducidos por gente con prisa por llegar a algún lugar; en los restaurantes y bares, atiborrados de personas haciendo negocios e intrigando; en los guetos, donde el capitalismo, en forma de tráfico de drogas, muestra su forma más brutal y feroz; en las tiendas que venden artículos para el hogar y en las obras, donde largas colas de hombres inmigrantes, la mayoría de ellos indocumentados, esperan una oportunidad para conseguir algún trabajo. Me quedé impresionado cuando puse aquí los pies la primera vez.
En cualquier lugar que iba, daba igual la hora del día o de la noche que fuera, me bombardeaban hablando de trabajo, de ambición, de la conducta implacable que hay que tener para conseguir éxito. Cuando me encontraba con alguien, la primera pregunta que me hacían era ¿a qué se dedica?, seguida inmediatamente de ¿dónde trabaja ahora? Mis respuestas, que ponían inmediatamente fin a cualquier conversación, eran "a nada" y "en ningún sitio". Mis amigos y yo vivíamos en una casa de mala calidad cerca de Hollywood que estaba, literalmente, llena de basura cuando nos mudamos. El único trabajo al que podíamos aspirar era en actuaciones de uno o dos días como ayudantes de producción en anuncios de televisión. Cuando no trabajábamos o no buscábamos trabajo, nos pasábamos el día haciendo tejemanejes al estilo de Los Ángeles, es decir, manteniendo reuniones con personas de todo tipo con el objetivo de hacerles notar nuestra genialidad y aptitudes para que nos presentaran más gente con la esperanza de encontrar alguien que finalmente nos pudiera echar una mano.
A pesar de que odiaba actuar así y en ocasiones me odiaba a mí mismo por tener que participar en este juego, rápidamente aceptaba que las cosas eran como eran y que si quería alcanzar mis objetivos, tendría que acostumbrarme a todo ello. Los sueños tienen un precio. O se paga por conseguirlos o, si no, se quedan en el camino.
La mayoría de películas producidas en EE UU en 1915 se rodó en Los Ángeles, y en 1920, casi la totalidad. La población aumentó hasta unas 500.000 personas. En 1923 comenzaron los planes para desviar agua del río Colorado, 300 millas al este, a Los Ángeles con el fin de mejorar el suministro a la población creciente. En 1930, la ciudad alcanzaba los 1,2 millones de habitantes.
Por lo general, las especies evolucionan o mueren. Así pues, yo evolucioné o recaí, dependiendo de cómo se mire. Conocí gente, hice amigos. Llamé a todos los números de teléfono que me dieron; pedí que leyeran lo que había escrito. Solicité ayuda. Algunos me la dieron; otros, no. Y aprendí. Sobre todo aprendí que la mayoría de las veces tener éxito en Los Ángeles depende de la suerte, más que del talento, del encanto o la habilidad personales.
Se necesita suerte para encontrar a la persona adecuada en el momento adecuado, que confíe en uno o, más exactamente, que crea que puede sacar algún beneficio de uno. Tuve suerte. Un productor leyó un guión que escribí. Uno ridícula y descaradamente comercial, como los que se tiende a vender en América. Él pensó que podría convencer a una estrella de cine, o quizá a dos o tres, para que lo protagonizara. Lo hizo. Y gané una considerable cantidad de dinero que me permitió mudarme a Laurel Canyon, un barrio mejor situado sobre las colinas de Hollywood, y a tener más trabajo generalmente escribiendo o reescribiendo películas. Entonces, empecé a odiar menos Los Ángeles y a aceptar el negocio del cine tal como es, un negocio que piensa en el aspecto económico antes que en el cultural, en la integridad económica y no en la artística.
En 1930, Los Ángeles producía una cuarta parte del petróleo en el mundo. En el año 1935, el sistema público de red ferroviaria, dirigido por Pacific Electric, era el más extenso del mundo. A mitad de los años cuarenta, un consorcio de empresas del petróleo, el caucho y el automóvil se unieron para comprar las líneas de ferrocarril con el objetivo de modernizarlas, finalizando las obras en 1961. En la actualidad hay aproximadamente 28 millones de coches, todos ellos funcionando con productos derivados del petróleo y utilizando ruedas de caucho.
Se dice que para triunfar en el mundo del cine hay que vender el alma. Mucha gente no lo cree o piensa que pueden ser una excepción. Efectivamente, hay que hacerlo. O al menos una parte de ella. Y si se quiere sobrevivir, hay que aceptar las cosas como son. Yo entregué parte de mi alma. Acepté trabajos solamente por dinero. Dirigí una película, produje tres y escribí un guión que se convirtió en filme. Me enganché. Me enganchó el entusiasmo de los grandes beneficios económicos, el glamour, las luces, las mujeres guapas, la manera en que reaccionaban las personas, sobre todo aquellas que no vivían en Los Ángeles, cuando les decía a lo que me dedicaba.
Me perdí. Nada de lo que había hecho hasta ese momento, del trabajo que había emprendido, había sido bueno. Sin embargo, había conseguido trabajar y, al fin y al cabo, era más de lo que podía aspirar. Trabajaba doce, catorce, dieciséis, dieciocho horas al día todos los días de la semana. Cuando no trabajaba, acudía a fiestas, a restaurantes, a bares para ampliar mi red de contactos intentando buscar alguien que pudiera ayudarme o ayudando a otros que eventualmente podrían echarme un cable en cualquier momento. No me juzgo a mí mismo. Así es la vida en Los Ángeles o al menos una parte de su cultura y un aspecto del negocio del espectáculo.
Es un ambiente supercompetitivo, despiadado, implacable. Uno puede o abrirse camino, o luchar, o mantener el ritmo, o dejar de trabajar. Hay que estar todo el día en la calle porque, si no, se olvidan de ti. Se puede elegir entre hacer lo que se necesite o desaparecer. Siempre hay alguien dispuesto a ocupar tu lugar. Siempre. Hay miles de personas siempre dispuestas a sustituirte. Siempre. Nunca dejan de llegar. Y todos tienen sus sueños.
En 1946, Los Ángeles organizó una comisión gubernamental para dar solución a la nube de contaminación que cubre varias zonas de la ciudad. En 1954, una densa niebla tóxica obligó al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles a desviar los aviones a San Diego y a cerrar el puerto de Los Ángeles, actualmente el mayor del mundo. En 1960, la población sumaba 2,5 millones de personas.
Empecé a preguntarme a mí mismo por qué. Por qué estaba haciendo todo eso. Por qué trabajaba así. Por qué participaba en un sistema en el que no creía. ¿Qué era lo importante?, ¿por qué era importante?, ¿por qué había olvidado el motivo principal de mi venida? Aunque me daba cuenta de que Los Ángeles me gustaba y admiraba su cultura, que la había convertido en una potencia económica cuyo Estado se encuentra entre las quince mayores economías del mundo, mayor incluso que la de algunos países europeos, sentía también que había venido para ser escritor y no para trabajar en películas el resto de mi vida. Aunque valoraba la importancia cultural de Los Ángeles, una ciudad en la que en la actualidad viven más artistas, escritores, actores y músicos que en ningún otro lugar en la historia de la civilización, en una época en la que la música clásica, el ballet, el teatro y la ópera han dado paso a la cultura popular del cine, la televisión, el rock y el hip-hop, casi todos controlados y producidos por compañías establecidas en Los Ángeles, no estaba seguro de si quería seguir con este tipo de vida.
Entonces, me cambié a una casa a pocos metros del océano, en esta ocasión a Venice, una ciudad de playa en la que tradicionalmente viven artistas, escritores y gánsteres. Comencé a tomarme las cosas de otra manera, intenté buscarme a mí mismo o al menos a encontrar el yo que me había conducido hasta Los Ángeles y a pensar en lo que había perdido.
En 1970, la población del Estado de Los Ángeles alcanzaba los 5,5 millones de habitantes. Es el primer puerto del mundo. Posee la mayor industria aeroespacial y de defensa. Es la segunda sociedad de consumo más importante después de Tokio. Su núcleo comercial es el mayor de Estados Unidos.
Hice un paréntesis en mi vida. Tenía suficiente dinero para concederme ocho meses sabáticos para escribir un libro. Comencé una vida apartada de la industria cinematográfica. Decidí conocer la ciudad en la que había vivido durante años. Caminé por las colinas que, a pesar de ser conocidas como colinas, son en realidad las montañas de Santa Mónica. Viajé al este. Estuve en Pasadena, en Bell Heights, en Ponoma, donde pude visitar las antiguas misiones españolas que no tienen nada que ver con las que nos muestran en las películas de la televisión. Fui a Malibú, la playa más larga y bonita de Estados Unidos. Visité barrios de todas las nacionalidades: coreanos, armenios, rusos, chinos, mexicanos, japoneses, árabes, persas, filipinos, tailandeses, etíopes, salvadoreños y africanos. Conocí una ciudad cuya área metropolitana es la que ha experimentado el crecimiento más rápido de Estados Unidos. Me senté al sol, que brilla 330 días al año, y dejé que me calentara. Fui al mar a escuchar las olas romper. Aprendí a disfrutar cómo conducir un coche sin prisas.
Me enamoré de un lugar en el que estaba acostumbrado a trabajar, pero no a vivir. Llegué a querer una ciudad que, a pesar de sus defectos (hay numerosas fallas geológicas en su subsuelo, de ahí los terremotos), es una de las ciudades más vibrantes y dinámicas del mundo. Guste o no, se crea o no, es la pura verdad. Los Ángeles es, desde el punto de vista económico y cultural, una de las mejores ciudades del mundo. Me convertí en uno de sus habitantes. Me sentí orgulloso de mi ciudad. A pesar de que ya no trabajaba en la industria cinematográfica, me sentía orgulloso cuando decía que vivía allí. Orgulloso de una ciudad a la que anteriormente había menospreciado, odiado y aborrecido. Estaba orgulloso y lo sigo estando.
En 1981, la ciudad celebró su 200 aniversario. Siete millones de personas la habitaban. En 1990 llegaban a los nueve millones y en 2000 había alcanzado los 10,5. En la actualidad, su población llega a los 13 millones.
Escribí mi libro. Lo terminé. Se publicó. Salió a la venta en 90 países y ha sido traducido a 32 lenguas. Un sueño hecho realidad. Mucho más de lo que había imaginado. Diez años antes, me marché de Chicago en busca de un sueño. Cientos de miles de personas lo habían hecho antes que yo y otros cientos de miles lo seguirán haciendo. Fui a Los Ángeles con un sueño. Elegí este lugar porque creía que era el único donde podía cumplirlo. Trabajé mucho y tuve suerte. Todo esto es lo que ha sucedido. Y seguirá sucediendo. Para algunos será en forma de dinero y éxito; para otros será una tarjeta de residencia y un trabajo. Pero seguirá sucediendo. Seguirá sucediendo.
Se calcula que en 2025, Los Ángeles será la ciudad más grande y económicamente más poderosa de Estados Unidos.
Traducción de Virginia Solans. El nuevo libro de James Frey, 'Una mañana radiante', está publicado en España por la editorial Mondadori; a la venta a partir del 6 de noviembre. Todas las imágenes que ilustran estas páginas pertenecen a 'Los Angeles, portrait of a city' (editorial Taschen), un viaje sociocultural realizado por el antropólogo Jim Heimann y el historiador Kevin Starr, que recorre gráficamente (a través de 500 imágenes, desde la primera foto conocida hasta panorámicas actuales) el espectacular desarrollo de la megalópolis.
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