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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Todo lo que no sé

Elvira Lindo

Hay un artículo por escribir. Pero no voy a ser yo quien lo escriba. Me considero incapaz. Más bien debería decir que hay un artículo que me gustaría leer y que aún no se ha escrito. Lanzo el título por si un corresponsal valiente se quiere poner a la tarea: "¿Por qué los americanos rechazan el sistema de salud pública?". Entiendo que la gente cultivada de Estados Unidos conoce tan de cerca la psicología de sus habitantes que sabe a qué se debe este rechazo, pero para los lectores europeos sería esclarecedor: ¿cómo es posible que hasta los que son más pobres que las ratas, hasta esos negros sin piernas que hacen sonar sus monedas en el bote para mendigar unos centavos, estén en contra de que el Estado procure al ciudadano un sistema de salud? Usted, como yo, ha leído sobre los desvelos del presidente Obama por hincarle el diente a este hueso que a Hillary se le quedó atravesado. Usted, como yo, ha leído que su empeño en un sistema público puede costarle el puesto, más que Guantánamo, Afganistán u Oriente Medio. Usted, como yo, deduce, con mucha razón, que el empeño de tantos congresistas por defender la medicina privada está relacionado con el poder de la industria farmacéutica y con el hecho de que este sector financia la carrera de muchos políticos. Usted se habrá informado de que el actual sistema es, en contra de lo que pudiera pensarse, mucho más costoso de lo que sería un sistema público. Bien, bien. De todo eso hemos podido leer aquí y allá. Pero hay algo que se me escapa en todo esto: ¿cómo es posible intoxicar la mente de tantos millones de personas para que se opongan rabiosamente a aquello que les beneficia? Creo que si tuviera una respuesta a esta pregunta, entendería de una puñetera vez de qué va este país. Ahora, cuanto más lo vivo, menos lo comprendo. Podría escribir un libro: Todo lo que no entiendo sobre los americanos, en contraposición a ese batallón de sociólogos que nos hacen creer que esta mentalidad se puede resumir en un artículo. Yo tengo unas cuantas ideas vagas: el adoctrinamiento individualista que los americanos reciben desde niños les lleva a pensar que buscar protección es indigno, vergonzoso: si lo piensan en relación con el amparo que pueden proporcionar los padres, cómo no lo van a pensar del Estado. Prefieren la caridad, que es algo que depende de la voluntad individual, a la justicia social a través de los impuestos. Un pobre, me dice un amigo americano, piensa que el Estado quiere arrebatarle el poco dinero que tiene para que le pague a otro pobre las medicinas. Así es. Los magnates de la industria alimentaria conocen a su pueblo al dedillo y, ante el temor de que el Gobierno suba los impuestos de las bebidas azucaradas, que engordan a más del 60% de los americanos, han lanzado una campaña brutal que ocupa páginas enteras de los periódicos. ¿Informan sobre los hasta ahora desconocidos efectos saludables de los refrescos? Para nada. Son mucho más listos: instan al ciudadano a defenderse de lo que es una intromisión del Estado en su libertad. ¡La libertad! El Gobierno, dicen, no tiene derecho a decirle a usted lo que tiene que comer. Este asunto de los refrescos colea. Ya la Administración de Clinton intentó suprimir las máquinas expendedoras de los pasillos escolares, donde se convierten en la gran teta de los niños. Pero qué hacer, dichas máquinas dejan en los colegios pobres un dinero que compensa la falta de recursos en la educación. Y, mientras, en el mismo país de los gordos, los diabéticos y los enfermos cardiovasculares, un batallón de investigadores hacen pasar hambre a los ratones para demostrar que la frugalidad alarga la vida. No se ha podido experimentar con humanos (sería impensable hacer pasar hambre a un niño), pero sí ha sido posible someter a régimen a grupos de adultos en lugares como Virginia, donde el porcentaje de obesidad es altísimo. En dos años, no sólo están más delgados, sino infinitamente más sanos. Pero la publicidad no da tregua al individuo (libre) de este país. Los spots nocturnos se dividen en dos: los que anuncian comidas preparadas rebosantes de tomate, queso fundido y carne picada y los que muestran a unos seres aceitosamente musculados que se pasan el día subidos a unos aparatos que convierten su abdomen en la pastilla de chocolate de Aznar. Esas dos industrias resumen el sueño del ciudadano libre: engullir y adelgazar. Es posible que en España compartamos ese sueño, pero aún tenemos a nuestro favor que por mal que comamos, siempre comeremos algo mejor, aunque no me extrañaría que llegara ese día en que los papás españoles reivindicaran el derecho de sus hijos a mamar del bote durante la clase. Aun así, en mi inagotable inocencia, me extrañó leer hace unos días en un medio conservador español hacerse eco de la subida de impuestos con el mismo estilo brutal de la derecha americana: "Obama pretende ordenarles a los ciudadanos lo que tienen que comer". Ya se sabe, es un comunista encubierto. Lástima que lo que más rápido se exporta de la cultura americana sea la estupidez. En cuanto a mí, igual que muchos españoles, como más de lo que debería, pero sano. Porque no sé si pasar hambre me permitiría llegar a vieja, lo que no cabe duda es que la vida se me haría mucho más larga.

En el país de los gordos se hace pasar hambre a los ratones para mostrar que la frugalidad alarga la vida
¿Cómo es posible intoxicar la mente de millones de personas para que se opongan a lo que les beneficia?

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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