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Columna
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Cambio de gafas

El repetido y tópico juego de desacreditar nuestra época hace tiempo que provoca hastío. Sin embargo, la mayor parte de los grandes predicadores, políticos, intelectuales o analistas, siguen con la misma cantinela que, si fuera caldo, llevaría a vomitar.

En ese menú, gente insigne desprestigia sin cesar casi toda novedad de nuestro tiempo y, especialmente, aquello que gusta o atrae demasiado a la juventud, desde la hamburguesa al videojuego, desde los botellones a no dedicar esfuerzo a leer.

Muy lejos de preguntarse, estos sabios predicadores, sobre la pertinencia de sus juicios no hacen sino afirmarlos y oponerlos a una supuesta plaga de asquerosas langostas que amenaza nuestra civilización.

No es la primera vez ni será la última que la Historia entre en crisis y sea difícil de entender para encanecidos y enconados

Provoca asco que los alumnos no respeten e insulten a los profesores y a los padres. Es asqueroso que desdeñen el valor del esfuerzo, que no acepten la autoridad o se burlen de las Navidades. Ya se trate de los productos transgénicos o de los videojuegos, de la realidad virtual o la píldora del día después, los géneros aparecidos en estos tiempos impulsan a sentir gran malestar entre gentes, ilustradas incluso, que patrocinan los provechos de volver atrás. Regresar a los benditos tiempos en que la gente daba valor al sexo, al libro, al padre y, en general a un orden, que permitía distinguir con nitidez el bien del mal.

La ordenada parcela de ayer aparece hoy como productora de frutos que ya la posmodernidad ha olvidado o ha echado a perder. Los tesoros de antes no cuentan ni sus luces, al parecer, se valoran. Puede que haya menos guerras pero ¿se ha visto cuántos accidentes de tráfico, cuántos delitos hay? ¿La velocidad? Todo el comienzo del siglo XX fue un canto a la velocidad del tren, del teléfono, del avión, del coche o de la aspirina que aliviaba en un santiamén. El siglo XX nació creyendo en la bendición de su progreso en aceleración mientras que ahora se cotizan las slow cities y se adora la slow food.

Pocos periodos han sido menos queridos que éste y, sin embargo, ahora viene a dibujarse otra época tanto o más importante que la inaugurada hace cien años y si parece convulsa no es sino porque coincide con la quiebra de lo viejo (en la familia, en la escuela, en el amor) y todavía no ha terminado su cimentación. ¿Mucha corrupción en la política? ¿No será por que el sistema político se encuentra en putrefacción? ¿Mucho desapego juvenil en la cultura? ¿No será porque esta cultura ya no pega? ¿Mucho abuso entre los magnates de la economía? ¿No será porque esta globalización requiere ahora (no magnates sino) magnanimidad?

Una batería de preguntas tejen, de un lado, el asombro que ensombrece la visión tradicional de la época pero que, de otro, asientan una luminosa construcción. No es la primera vez ni será la última que la Historia General entre en crisis y se haga difícil de entender para todos aquellos que, encanecidos y enconados, no ven claro con sus lentes de antes pero que acaso pronto una buena óptica antireflectante será suficiente para no admirar con tan ridículo arrobo los reflejos de atrás.

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