Muérdago y negocio
El cáncer del tiempo nos está devorando. Le robo a Henry Miller la frase (incluida en el incipit del Trópico de cáncer) para referirme a la cada vez más vertiginosa construcción de nuestra agenda colectiva. Desde el punto de vista del consumo, el presente no importa salvo como anuncio de un futuro siempre elusivo que, cuando llega, ya se ha esfumado para dejar paso a lo siguiente: un aniversario, una fiesta, las vacaciones. Nuestra atención se redirige perpetuamente al mañana: para los expertos en mercadotecnia (y para los políticos) somos gente de paso que vota y consume. Y a la que conviene fijar metas para que no se distraiga.
Leo ahora, cuando el termómetro todavía registra en toda Europa temperaturas obstinadamente veraniegas, que ya está todo listo en Londres para la campaña navideña. Nos lo anuncian para que nos vayamos preparando. La imagen de la Navidad hoy hegemónica es un invento claramente victoriano: la celebración (y sentimentalización) de la familia y de la buena voluntad, con su parafernalia de muérdago, árbol, luces brillantes, banquetes y el imprescindible potlatch del intercambio de regalos, forma parte indisoluble de ese "espíritu navideño" minuciosamente construido en los dos últimos siglos hasta llegar a su actual configuración. En su prehistoria literaria, Washington Irving y Charles Dickens, cada uno a un lado del Atlántico, contribuyeron de modo notable a su fijación y consolidación definitiva. Y la revolución consumista de los sesenta a su rapidísima globalización.
En su prehistoria literaria, Dickens y Washington Irving contribuyeron de modo notable a la consolidación del "espíritu navideño"
Recuerdo que la primera vez que vi una de esas christmas shops dedicadas exclusivamente a vender durante todo el año artículos navideños fue en Natchez, Misisipi, una lejana tarde de agosto en la que ni la sombra de los magnolios aliviaba del pegajoso calor que enturbiaba la atmósfera: confieso que entonces me llamó poderosamente la atención el intempestivo escaparate repleto de bolas de colores, abetos de plástico e imágenes de Santa Claus (cuya iconografía, por cierto, diseminada luego por los anuncios comerciales, quedó también fijada en el XIX). Pero lo que parecía fuera de lugar tenía su lógica: la Navidad no tiene por qué limitarse a una convención del tiempo. La Navidad es un concepto. Y, sobre todo, un negocio.
Leo que la Walt Disney Company ha llegado a un acuerdo con el municipio de Londres y la asociación de comerciantes de Oxford y Regent's Street para iluminar las calles más comerciales con motivos navideños centrados en Ebenezer Scrooge, el protagonista del célebre relato de Dickens Villancico de Navidad (A Christmas Carol, 1843). La Disney -el mayor conglomerado de contenidos de entretenimiento (y, claro, de ideología) del planeta- no suele desaprovechar tan señaladas fiestas. El 3 de noviembre -el día en que se encienden las luces que señalan el comienzo de la orgía de consumo- tendrá lugar también el estreno mundial de A Christmas Carol, la película de la Disney (dirigida por Robert Zemeckis) centrada -¿lo adivinan?- en el viejo Scrooge, ahora más humanizado que nunca. Y es que, en Navidad, vende más que todo el mundo sea, en el fondo, bueno.
Según las previsiones, entre noviembre y enero Londres recibirá a más de 30 millones de visitantes dispuestos a gastar buen dinero: en Oxford Street y en Regent's -y en sus equivalentes en todo el mundo- los comerciantes cruzan los dedos para que los brotes verdes hagan honor a la temporada en que se registra en todos los países industrializados el mayor índice de consumo por habitante. Este año, poseídos de una saludable conciencia ecológica, y desechadas las contaminantes bolsas de plástico gratuitas, casi todos suministrarán (previo pago) contenedores reciclables para llevar las compras. Los economistas esperan que el amigo invisible gaste, a pesar de todo, un poco más que el año pasado. Todo sea por la Navidad. Y por Scrooge, el viejo tacaño que ahora trabaja para la Disney.
Babelia
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