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Columna
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Púlpito y tarima

En la sala de profesores de un instituto madrileño hay dos carteles de procedencia francesa, dos viñetas que resumen sin palabras el cambio de actitud de los padres de muchos alumnos en las últimas décadas. En el primero, los airados progenitores exhiben las notas escolares con grandes aspavientos ante un niño de expresión contrita. En el segundo, que corresponde a la etapa actual, los mismos protagonistas increpan en actitud amenazante a un contrito profesor agitando en sus narices las calificaciones de su consentido vástago. La culpa de todo, si se lo preguntan a Esperanza Aguirre, la tuvieron, y la tienen, aquellos rojos anárquicos, radicales rebeldes que proclamaron en Mayo del 68 el acceso de la imaginación al poder y su rechazo, intelectual y visceral, al principio de autoridad y a las incompetentes autoridades que lo ejercían. Transformados en primerizos padres de hijos únicos, muchos de aquellos jóvenes habían recibido en las aulas, especialmente en las de los colegios religiosos, una educación basada en los tradicionales principios cristianos del "quien bien te quiere te hará llorar" y "la letra con sangre entra", y trataron de evitar en la medida de sus posibilidades que sus descendientes pasaran por aquellos malos tragos. Bien es cierto que aquellas disciplinas, bofetadas, capones y collejas, palmetazos y otros instrumentos educativos habían servido para forjar rebeldes incipientes e insumisos recalcitrantes.

No son los hijos de los hijos del 68 los que desbordan con su violencia las aulas

Muchas veces he pensado que al menos media docena de mis profesores, curas y seglares, encargados de alternar el palo con la zanahoria (en mi caso hubo más varas que hortalizas), habrían dado con sus huesos en la cárcel por malos tratos de haber sido juzgados con arreglo a las leyes actuales. Supongo que sus delitos habrán prescrito, aunque nunca olvidaré la primera bofetada que a los ocho años de edad me marcó los cinco dedos de la diestra de un irascible maestro sobre la mejilla con un vivo color morado, aún no había aprendido a defenderme. Hoy es la integridad de los maestros la que está en riesgo y siguiendo la torticera línea de argumentación de la aguerrida presidenta habría que borrar de un palmetazo este paréntesis de permisividad para volver cuanto antes a los citados principios básicos de la sangre y las lágrimas, la disciplina inglesa y la formación del profesorado, no del alumnado, en las artes marciales.

No son los hijos de los hijos del 68 los que desbordan con su violencia las aulas escolares. Para la mayoría de sus padres el recuerdo de aquel año crucial está más asociado con el triunfo del La, la, la... en Eurovisión que con los sucesos de París o Nanterre, la Primavera de Praga o los hippies de California, meras referencias banalizadas en las efemérides de los telediarios. Zarandeados por efímeros y experimentales planes educativos, leyes y códigos nacidos en el marasmo bullente de la Transición, muchos padres de hoy transitaron con cara de despiste por aulas caóticas en las que profesores despistados impartían enseñanzas coyunturales y adaptables. Ante la degradación de la enseñanza pública, en pendiente desde el fin de la República, los colegios privados religiosos recurrieron a la voz de su experiencia secular y sacrificaron, momentáneamente, algunos de sus inflexibles principios, como su negativa a la educación mixta. Se sometieron a la coeducación para no perder la subvención y prescindieron de algunos símbolos y ritos. En Madrid, paradigma de concertaciones y concesiones, la santa cruzada cuenta con el patrocinio y el valimiento de Esperanza Aguirre y sus mesnadas, que desmantelan y arrasan los campos de la enseñaza pública para que sobre el desolado paisaje edifiquen sus aulas y sus templos edificantes órdenes y piadosos consorcios que prefieren la tradicional educación para la feligresía a la educación para la ciudadanía laica y librepensadora.

Digan lo que digan sus detractores, inoculados por el pernicioso virus del 68, Esperanza Aguirre no abandona la enseñanza pública a la deriva, acaba de lanzar al turbulento maremágnum una tabla de salvación en forma de tarima, pedagógico regalo para medir la autoridad en centímetros que tal vez conforte a los docentes cortos de estatura y de miras. Y no sólo ha donado las tarimas; ha dictado también algunas consideraciones sobre el buen uso que puede hacerse de ellas como atalayas que facilitan una mejor visibilidad sobre el escarpado paisaje de los pupitres en los que se atrincheran y agazapan los chicos malos antes de saltarles a sus profesores sobre la chepa. Almena y púlpito para predicar en los desiertos. ¡Salud a los audaces profesores que han renunciado a pisar los tablados de la farsa para seguir con los pies en el suelo su calvario!

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