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Entrevista:

Oficio de estrella

Jesús Ruiz Mantilla

"Nos dan un rato a solas con Brad Pitt. Será en Cannes".

La frase del jefe suena con algo de misterio. Más para un tipo que es del montón, tirando a chaparrillo y regordete, que la escucha como quien oye llover.

-Muy bien... ¿Y?

-Vas tú. Queda con ellos.

Es entonces cuando no hay más remedio que sobresaltarse un poco y mirar alrededor. Por si alguna de las compañeras se plantea en ese momento lanzar una señal de odio o alguna puñalada. Con razón. Cualquiera lo entendería. Más cuando a uno le cuelan de sopetón en el sueño erótico de millones de mujeres y también de muchos hombres.

Ante semejante propuesta, cualquier periodista de edad mediana y sarpullidos en la piel por conocer cómo funciona la relación entre las compañías majors de Hollywood y los medios de comunicación puede sentir algo de pereza mental. Pero si eres un amante del cine, si te pueden las ganas de ver esa nueva locura de Quentin Tarantino sobre los nazis con Brad Pitt en el reparto, las reservas desaparecen de golpe.

"Ser estrella en Hollywood forma parte de un negocio; sobrevivir a ello es un arte"
"Busco directores con impronta. Y la palabra tarantino tiene su propio significado"
"En los setenta, cuando todo se desmoronaba, apareció el talento. A ver qué pasa ahora"
"En hollywood penetras más fácil en los sitios con un buen físico. Es bueno y malo a la vez"

El estreno mundial en Cannes de Malditos bastardos -Inglourious basterds, en inglés-, que ha llegado a España este fin de semana, es la excusa para el encuentro. De ahí la oportunidad. Por eso conceden la entrevista. A solas. Ten con ten. Encerrados en una habitación de hotel.

Brad Pitt no parece un ser fatuo. Hay más. Cuando uno profundiza en el personaje, las perspectivas crecen y estimulan. Algo curioso, atrayente, se esconde detrás de su cara bonita, de su imagen de chaval tímido y encantador, un poco Peter Pan resistiéndose con remoloneo a esos embates que colocan de golpe las fronteras de la juventud. Se diría que ha asumido su físico con naturalidad y le ha sacado el justo partido. "El físico es parte de tu trabajo", reconocerá después, durante la entrevista. "Una cualidad más con la que cuentas. En Hollywood penetras mucho más fácil en los sitios con un buen físico. Cuentas con ello. Pero es recomendable y malo a la vez. A veces no te toman en serio para otros aspectos. Pero si tú respetas lo que haces, no te debe importar".

Sus esfuerzos ahora por imponer una impronta sofisticada, por mostrarse como una destacada figura del Hollywood progre, chocan con sus orígenes en la América profunda.

Pasó su infancia entre Oklahoma -nació en Shawnee, en 1963- y Missouri, desde donde escapó hacia California en busca del sueño que ha cumplido a estas alturas con creces. Su biografía está salpicada de algunas gotas de rebeldía, que incluyen confesión de adicción a la marihuana y apostasía del severo ambiente cristiano en el que creció. Ahora se esfuerza en cambiar esa imagen por la de un maduro interesado en el arte y devoto padre de familia numerosa con seis niños. Todo ello sin haber pasado por el altar con Angelina Jolie, algo que justifica, en un guiño a la comunidad gay, diciendo que, cuando todo el mundo tenga el mismo derecho a contraer matrimonio, puede que ellos también lo hagan.

Un equilibrista perfecto que jamás cae de la cuerda. Un hábil negociante, un avispado y astuto superviviente en el negocio triturador del cine a gran escala. Un tipo, en la senda de las grandes estrellas, que ha logrado hacerse respetar en el mundillo como algo más que un sex symbol de póster para adolescentes.

Todo parece a punto. Una entrada para la película, que hay que ver en la sección oficial de Cannes a concurso, transporte al lugar de la entrevista. Sobre el tiempo... en principio será media hora.

Es el régimen de racanería que gastan los relaciones públicas con las estrellas; dentro de un Festival como Cannes, media hora a solas con Brad Pitt suena a privilegio. ¿Suficiente para todo lo que tenemos que averiguar? Ni en sueños.

Además, cuesta su trabajo. Entre los séquitos de un monarca exótico y los de una estrella de Hollywood apenas hay diferencia. Llegas a la oficina montada en un macrohotel de la Croissette. Te presentas, anuncias que has aterrizado, que tienes una cita con él y debes ver antes la película. No es fácil convencerlos a la primera. Chequean y chequean, comprueban y comprueban mirándote de arriba abajo como si fueras un sospechoso cazaautógrafos. Así hasta que una mujer, como haciéndote un favor, te da primero la entrada para el pase y después te especifica la hora de partida para el día siguiente.

-Saldremos a las 11.00 y estaremos de vuelta hacia las tres.

-Perfecto.

Cuatro horas para 30 minutos de su preciosa agenda. Este oficio consiste en esperar. Esperar a que vengan, a que salgan, a que hablen, a que contesten. Esto es el mundo del cine macro.

El cine macro en el siglo XXI incluye películas como ésta, un verdadero y puro Tarantino. Con su punto de surrealismo y violencia súbita, desbarrada y en avalancha. Con sus personajes bien trabajados, sus situaciones insoportablemente tensas, sus homenajes al cómic y, sobre todo, al estilo spaghetti western. Concretamente, y según reconoce el mismo director, a su admirada Aquel maldito tren blindado, de Enzo G. Castellari (cuyo título en inglés es Inglourious bastards), todo un traslado del género a la Segunda Guerra Mundial.

La nueva obra del autor de Pulp fiction resulta original y desconcertante al tiempo. Rabiosa y divertida.

Brad Pitt brilla bastante en la película. Muy digno en su faceta de comediante, la que tanto le hizo lucirse la temporada pasada en Quemar después de leer, de los hermanos Coen. El suyo es un papel alocado, un caramelo a su medida: el de Aldo Apache Raine, un mercenario cazanazis con ecos de Toro Sentado y general Custer, todo mezclado, y que se da un aire a Errol Flynn.

Aunque el que se llevó la palma -la del mejor actor del festival- no fue él, sino un actor desconocido y descomunal, que encarna a un nazi maniaco y refinado en la misma película. Christoph Waltz es el encargado de dar vida al coronel de las SS Hans Landa, el personaje más tarantiniano de toda la historia. Un tipo tan versátil, tan genial, que hizo al mismo Tarantino replantearse muchas cosas y darle toda la cancha en el metraje final. No se equivocaba. Cada vez que este inaudito Hans Landa aparece en pantalla, se produce un efecto similar a cuando Messi agarra la pelota en el borde del área. El público sabe que algo gordo está a punto de ocurrir. Y ocurre.

Después, en la rueda de prensa, Pitt confesaba que aceptó el papel y a la mañana siguiente se levantó y había repartidas por el suelo cinco botellas de vino. ¿Será posible cuando en la reunión sólo estaban Tarantino y él? Tal para cual. Buen rollo parece que hubo desde el principio.

"Pero no sólo fue por eso", nos comentaría el actor más tarde. Fue justo al día siguiente. Primero partimos del hotel Carlton hasta el lugar de la entrevista. Esa misma noche, el morbo se había desvanecido. Brangelina, la pareja más cotizada de la globalidad, echaban por tierra los rumores de su separación con un espectacular paseo de la mano por la alfombra roja. No ha lugar para preguntas sobre el tema.

En principio, el encuentro va a ser en el mítico hotel de Cap, ese lugar apartado de la pantanosa Croissette donde van todas las estrellas que se precien. Por ahí han pasado, desde su inauguración en 1870, célebres escritores como Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway. Irresistible tirón para la farándula hollywoodiense.

Pero una maniobra de distracción nos impide llegar a ese templo de la generación maldita, hoy consagrado a multimillonarios de todo el mundo. El espacio elegido en sustitución es un hotel más apañado en el centro de Antibes. Ahí debemos hacer cola, como en la Seguridad Social, entre los colegas, hasta entrar al lugar donde espera la estrella. Matas el tiempo departiendo entre canapés, zumos naturales y cafés. Cuando alguien sale, la pregunta es inevitable.

-¿Qué tal lo has encontrado?

-Lo veo cansado -suelta el primero, un austriaco serio, pero amable.

La compañera japonesa que entra después, muy simpática, no lo nota tanto. Dice que ha estado encantador y que no le importa hablar de lo divino y lo humano. A ver qué toca. A ver si hay suerte y le da por preparar toda la batería de misiles seductores, su perfil de hombre interesante, del medido, atinado y simpático conversador que se ha ganado muchas veces con justicia a sus interlocutores.

Llega la hora. Hay que ser rápido. Llevar las preguntas claras, apuntaditas, precisas. No dejarle divagar demasiado, pero sí que se explaye. Sobre su pasión por la arquitectura. Sobre su evolución interpretativa. Desde que empezó como sex symbol en Thelma y Louise con Ridley Scott hasta su candidatura al Oscar por El extraño caso de Benjamin Button. De sus registros dramáticos con González Iñárritu en Babel a sus habituales trabajos con David Fincher en thrillers espeluznantes como Seven y locuras como El club de la lucha.

También están sus personajes épicos -el Tristan Ludlow de Leyendas de pasión y el sensual, sexual y arrebatador Aquiles de Troya-, sus taquillazos -la serie Ocean's, los Señor y señora Smith o Entrevista con el vampiro-, sus sonoros fracasos -¿Conoces a Joe Black?- y su agridulce experiencia en El asesinato de Jessie James por el cobarde Robert Ford (2007), que fue Copa Volpi para él como mejor actor en Venecia, pero después no funcionó ante el público.

Pese a los batacazos, se mire por donde se mire, lo de este chico es un carrerón. Con éxito creciente e interés asegurado.

Allí está Brad. En la habitación. Solícito, encantador. Llama a cada uno por su nombre al presentarse. Es su día de promoción, y las estrellas americanas son muy profesionales en eso.

Va vestido de negro. Con perilla, pelo corto y ligera patilla. Tratar de encontrarle defectos físicos, a mala fe, resulta realmente difícil.

Así es como de golpe se topa uno con los ojos amables del chico que salió de Missouri con algo más de 20 años, hijo de una conserje de instituto y el gerente de una empresa de transportes. El chaval que estudió publicidad y diseño gráfico, pero después viajó hasta Hollywood en busca de una oportunidad. El que probó suerte en series televisivas como Dallas, sin ir más lejos, al tiempo que se ganaba la vida en empleos de chófer, camarero, guarda nocturno y reclamo disfrazado de pollo para un restaurante. El aprendiz de actor que se hizo un hueco a base de anuncios y papelillos hasta que, a los 28 años, dejó deslumbradas a Geena Davis y a Susan Sarandon con su mirada a lo James Dean y sus vaqueros bien ajustados en Thelma y Louise.

Hoy Brad Pitt es un hombre refinado que, además de estrella, es amante del arte, el vino y la arquitectura contemporánea. Adora a Frank Gehry, por ejemplo, con quien ha llegado a hacer sus pinitos de diseño para unas ciudades costeras del sur de Inglaterra. Es un icono deseado que ha luchado por su estatus en Hollywood y ahora presume de compañía propia, la Plan B Productions. Una máquina de vender revistas rosas a costa de sus romances con Gwyneth Paltrow, con Jennifer Aniston y ahora con su matrimonio junto a la explosiva Jolie. El auténtico, polivalente y perfecto Brad Pitt.

El ruido es insoportable alrededor. Unos camareros gritan y remueven platos, vajillas y mesas. En vez de llamar a sus asistentes, Pitt se encarga personalmente de resolverlo. Salta de su asiento y dice:

-Perdona un momento.

Abre la puerta, pasa a la otra habitación y se presenta tan pancho ante los empleados. Imagínense la cara de ellos (y sobre todo de ellas). No todos los días se aparece Brad Pitt en los lugares reservados al servicio de los hoteles para pedir silencio. Lo hace amablemente. Sin levantar la voz. Desaparece el ruido ipso facto.

-Vale, podemos seguir.

Naturalidad. Eso se llama agarrar el toro por los cuernos. A pesar de que hayamos perdido tres minutos en poner orden. Pero lo malo no es sólo eso. Están también las noches duras. El día anterior se había reunido con Tarantino y el equipo. La juerga debió de ser larga y pronto queda claro que va a haber que arrancarle respuestas con sacacorchos. Cuando se relaja después del ruido, le brota una amenazante pereza mental. Se remueve la ceja, se repantinga en el sofá y deja pasar pacientemente el tiempo a base de respuestas concisas.

-¿Lo de las cinco botellas de vino tinto con Tarantino ayudó a que se animara a aceptar su papel en la película?

-La verdad es que antes ya había visto el guión y me gustó mucho. Lo otro fue una excusa para tomarnos unas copas aquí en el sur de Francia.

Para Tarantino sólo tiene buenas palabras. ¿Qué esperan?, está en su día de promoción. "Buscas siempre directores con miradas propias y aproximaciones personales a la vida, con impronta", comenta Pitt. "Y la palabra Tarantino tiene su propio significado".

Hay quien le ha objetado que trate de tarantinizar algo tan serio como la Segunda Guerra Mundial. Pero lo hace con tanta brillantez, que la reserva inicial puede transformarse en elogio. Brad Pitt defiende la incursión de Tarantino en terrenos tan delicados: "Que se haya metido a hacer una película sobre los nazis, la guerra, y la haya llamado así tiene que ver con que la historia, en sí misma, se ha bastardizado, se ha encabronado, embrutecido, se ha corrompido".

Todo eso le ha llevado al actor a perfeccionar su registro comediante. Pero Pitt le quita importancia a esa faceta que los críticos empiezan a alabarle. Una flexibilidad creativa propia de algunos grandes, como su amigo George Clooney, capaz de emular al mejor Cary Grant en algunos papeles con los Coen. "La comedia es más divertida, pero no es más difícil que el resto", explica Pitt. "Es el mismo reto, te aproximas al trabajo de la misma manera".

Son, dice, pruebas que le ha ido poniendo el destino. Siente que ha crecido como actor. Que sabe mejor que nunca lo que quiere y cómo lo quiere. Elige bien, con tino, con olfato de estrella. Al principio no era tan fácil. "Elegir al principio cuesta", explica. "Cuando empiezas a tener éxito, la diferencia no es tanto que te ofrezcan buenas cosas o no. Es toda esa gente que te rodea y que te aconseja lo que debes hacer. Conviene que sepas bien lo que tú quieres, encontrar tu propio camino".

De repente, sin esfuerzo, Pitt sorprende con una respuesta sabia y brillante que puede que encierre el secreto de su éxito.

-¿Ser actor en Hollywood tiene más que ver con el arte o con un negocio?

-Ser una estrella en Hollywood forma parte de un negocio, pero sobrevivir a ello es un arte. Es lo que creo.

Eso hace pensar en los aspirantes que se han quedado por el camino o que han llegado y no lo han soportado. En los que han pasado al templo de la leyenda precisamente por ser juguetes rotos. Los pasados y los recientes. Desde Marilyn hasta James Dean, de River Phoenix a Heath Ledger. Los que quedan a su nivel, los que han sobrevivido a una carrera constante, sin altibajos, con reconocimiento creciente y taquilla, son muy pocos en la actualidad: Tom Cruise, George Clooney, Johnny Depp, Leonardo DiCaprio, Matt Damon y él.

Los años le van colocando ante otros retos mucho más importantes. Como, por ejemplo, ser padre. Lo mejor que le ha pasado en la vida, según él. Lo dice con un brillo y un orgullo especiales. "Soy padre, y no hay nada que se pueda comparar a eso", asegura. "Tengo seis hijos, dos mellizos entre ellos. Eso sí que es divertido, eso es grande".

Por ahora no ha sentido la necesidad de afearse en pantalla. Juró una vez que no utilizaría prótesis ni cosas raras pese a que en Inglourious basterds aparece con una llamativa cicatriz que le rodea el cuello. Envejecer, sí. Pero aquello, lo de Benjamin Button, ha sido otra historia. "Eso de aparentar la fealdad", dice, "es una enfermedad, una chorrada que nos ha entrado en Hollywood. A mí no me pasa".

Brad Pitt contempla serenamente estos tiempos de vacas flacas. "Es un mal momento para el negocio, al menos en Estados Unidos", reconoce. "Los estudios hacen menos películas, no se arriesgan con cosas raras ni experimentan. Pero al tiempo creo que nuevos directores podrán intentar hacer cosas de bajo presupuesto y ser más atrevidos, sencillamente porque la situación se presta a ello".

Las estrecheces, dice, favorecen la creatividad. Agudizan el ingenio. Siempre ha sido así y siempre será. "Pasaba eso cuando surgieron en los setenta Bonnie and Clyde y Easy rider", explica. "Cuando la gente pensó que todo se desmoronaba, apareció el talento. Demostraron estar en buena forma. Ahora deberíamos ver qué pasa. En lo que se refiere a nosotros, a mi productora, vamos a centrarnos en cosas provocadoras".

Sin dejar pasar otros sueños, como la arquitectura. De mayor es lo que quiere ser: arquitecto. Por una razón de peso y medida. "Porque ellos moldean el mundo", comenta Pitt. Un mundo que él ve con mejores ojos ahora con Obama que en la época de Bush. "Me siento más feliz en mi país ahora, pero nos queda mucho por recuperar", opina. "Aquéllos fueron malos tiempos, pero hay que volver a construir nuestros principios fundamentales".

Tras esa declaración de intenciones, tocan a la puerta. Llega la siguiente. Una italiana de larga melena morena y cadencia musical en el hablar. Brad Pitt espera dentro recitando palabrejas de una revista amable del hotel que le sirve para ejercitar su francés en voz alta.

-Au revoir, pues.

À bientôt.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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