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¿Cuánto tiene de excepcional Estados Unidos?

Si las naciones son comunidades de recuerdos compartidos, como decía Renan, Estados Unidos quizá no sea una nación. Constantes oleadas de inmigración, grandes diferencias internas de experiencias históricas interpretadas de maneras opuestas en función de la clase, la etnia, la raza y la región, y el eterno debate sobre la naturaleza del país y su historia, sumergen nuestra política en un clima de lucha civil permanente. Los belicosos hombres blancos que ahora se congregan en las apariciones públicas del presidente con sus armas para marcar su oposición son evidentemente estúpidos además de feos, pero representan una veta violenta de larga tradición.

Durante mucho tiempo, nuestros apologistas nacionales han vuelto del revés este razonamiento. El carácter nuevo y abierto de EE UU, dicen, es lo que nos confiere nuestra especial genialidad. Los conservadores y los progresistas de nuestro país están en desacuerdo sobre muchas cosas, pero coinciden al hablar sobre nuestro excepcionalismo: consiste en ser libres de las cadenas de la tradición que atan a los europeos. A algunos estadounidenses no les importaría sentirse atados por excelentes sistemas de educación pública, cobertura sanitaria generalizada, mercados estrictamente regulados, infraestructuras públicas constantemente renovadas y un amplio abanico de prestaciones y servicios sociales. Envidian la inmunidad posimperial de los europeos al aventurerismo militar y las instituciones y prácticas posnacionales de la UE. En nuestras clases dirigentes hay más personas de las que parece que lo piensan aunque no se atrevan a decirlo. Los que se atreven corren el riesgo de que les acusen de carecer de lealtad nacional y conocimientos históricos. Hay una mayoría de nuestros ciudadanos que, cuando se le dice que viven en "la nación más grande de la tierra", a lo mejor se lo cree.

El país necesita un Dickens, o un Tolstoi, o un Grass, o un Mauriac que despierte su alma

¿Cuánto tiene de excepcional Estados Unidos, en comparación con Europa? Los godos y los romanos están ya muy atrás en la memoria de los europeos, pero nuestros recuerdos de cómo arrebatamos el continente a los indios y los mexicanos son recientes, aunque se hayan pasado por un tamiz para dulcificarlos. Los europeos renunciaron al imperio (con la ayuda de los movimientos de liberación nacional que los expulsaron de África y Asia). EE UU mantiene tropas en 130 países, conserva clientes en todas partes e interviene en todo el mundo para defender sus intereses económicos, estrategias geopolíticas y obsesiones ideológicas, aunque, en apariencia, lo haga para ayudar a otros. A veces, lo que justifica esas intrusiones es la idea de impulsar la "modernización", si bien resulta difícil aplicarla a nuestra alianza con Arabia Saudí.

Pero nada contribuye tanto a liberarnos de las restricciones como nuestra buena conciencia nacional. Permite combinar la idea protestante original de EE UU como "un nuevo Israel" con el pluralismo religioso. El país se ha transformado en una iglesia, y la pertenencia a ella se consigue adhiriéndose a la fe en una virtud americana indestructible. Es verdad que la asimilación de los inmigrantes y el avance hacia la resolución de los conflictos raciales que asolaron a la República durante gran parte de su historia hacen que EE UU tenga mucho de lo que estar orgulloso.

Sin embargo, donde no relucimos con tanto brillo es en el ámbito de la solidaridad social. La imagen de EE UU como un páramo social absoluto es falsa. La seguridad social, el seguro médico para los ancianos, cierto grado de ayuda a los pobres y un abanico de prestaciones sociales constituyen un Estado de bienestar a la americana, aunque es incompleto y difícil de ampliar, como demuestra el debate sobre la reforma de la sanidad. El mercado gobierna EE UU tal como evocaba Marx en el primer capítulo de El capital, como un Dios arbitrario que reparte condenas y salvaciones a voluntad. Los grupos que defienden la solidaridad fueron más fuertes en periodos anteriores de nuestra historia, pero sus esfuerzos actuales alimentan la esperanza de un posible regreso a un New Deal.

Padecemos una conciencia limitada. El ciudadano estadounidense, que vive en un Estado de bienestar incompleto, un imperio que niega serlo, una sociedad militarizada en la que los más vociferantes propulsores de la guerra no luchan personalmente, y una cultura individualizada que se rige por ilusiones comunes, tiene una capacidad muy limitada de imaginar otras posibilidades. Sin embargo, tenemos historiadores de implacable lucidez, cineastas y dramaturgos, novelistas de un realismo descarnado, visionarios sociales y teológicos. Y no se convierten en símbolos nacionales (Harvard ha otorgado un doctorado a Almodóvar pero no a Oliver Stone, y nunca honró a su gran hijo literario, Norman Mailer).

EE UU necesita un Dickens, o un Tolstoi, o un Grass, o un Mauriac que despierte su alma; o una Harriet Beecher Stowe, la enemiga decimonónica de la esclavitud (La cabaña del tío Tom). Si mañana apareciera alguno, quizá le leerían poco. Pero las despiadadas críticas que hacen a nuestro presidente -por su falta de celo reformista y su adhesión a la diplomacia imperial- bastantes de sus antiguos partidarios, son obra de un verdadero partido del futuro americano. EE UU también es excepcional en su forma de producir sorpresas históricas. No hay que descartar la posibilidad de que haya algunas nuevas.

Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Mª Luisa Rodríguez Tapia.

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