Una oportunidad para el Constitucional
Algún día, puede que mañana, o dentro de tres meses, o de tres semanas, el Tribunal Constitucional (TC) dictará su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña. Algunas cosas acerca de la situación en que se halla este tribunal deben decirse ahora, antes de que se conozca esa sentencia.
Lo primero que hay que dejar claro es que la credibilidad del TC como institución ha sido objeto de una erosión tan grande en los últimos dos años que se halla bajo mínimos. No es culpa suya, pero es su realidad. Lo segundo es que, paradójicamente, una de las pocas posibilidades de que dispone para recuperar credibilidad es reafirmar que la visión de la articulación de España que subyace en el Estatuto aprobado por las Cortes y el referéndum subsiguiente se inscribe de lleno en la lógica constitucional del Estado autonómico.
EL PP ha tomado como rehén al TC para que le dé lo que quiere: una sentencia contramayoritaria sobre el Estatuto
El deterioro del TC en los últimos años es algo bien conocido, que ha sido ya denunciado, aunque en vano. La deriva bipartidista del sistema político español ha convertido esta institución -y otras, como el Consejo General del Poder Judicial, dicho sea de paso- en feudo cuasi exclusivo de los dos partidos mayores, el PSOE y el PP, y ha atribuido a cada uno de ellos, además, un tóxico poder de veto sobre la renovación periódica de sus miembros, es decir, sobre su composición. Cuatro de sus 12 magistrados llevan ya un año y medio de más en sus cargos y desde hace 15 meses está pendiente de cubrir una vacante por fallecimiento.
El PP impide la renovación de esa parte del tribunal que ha cumplido ya su mandato por el sencillo método de proponer candidatos de imposible aceptación por el otro partenaire, el PSOE. Esta táctica se convierte de hecho en un sabotaje a la renovación. Es uno de los daños colaterales causados por la conversión en bipartidista de un sistema parlamentario que no fue concebido como tal.
El PP aprovechó la renovación parcial del TC que correspondía a las dos legislaturas en que gobernó para colocar en él a jueces y magistrados de orientación conservadora, centralista e, incluso, franquista. Lo configuró según sus intereses políticos e ideológicos, entre los que, a efectos de lo que aquí se trata, destaca la paranoica idea de que la pervivencia de España como nación se halla en peligro a causa, entre otras cosas, de la deriva del sistema autonómico.
Después de que las elecciones de 2003 y 2007 colocaran en el Congreso de los Diputados a una mayoría progresista y moderadamente partidaria de profundizar en el Estado de las autonomías, el PP paralizó la renovación del TC recurriendo al método ya descrito. Era la forma de mantenerlo dentro de su órbita.
Fue un duro golpe. Que la institución encargada de velar por la constitucionalidad de las leyes haya sido deslegitimada de este modo indica que la berlusconización ha avanzado en España no sólo en el ámbito de la televisión. Pero eso es lo que ha sucedido. Y justamente con la sentencia sobre el Estatuto catalán como principal pieza que cobrar por quienes siguen esta vía.
La derecha ha recurrido a ella porque quiere que sea la actual composición del TC la que se pronuncie sobre el Estatuto de Cataluña. Y tal empeño procede, cómo no, de la certeza de que sólo con un peso tan grande y desproporcionado de magistrados afines a sus posiciones políticas puede lograr en el TC lo que no logró en el Parlamento catalán, ni en el Congreso, ni en el Senado, ni en el referéndum. Porque en todos estos ámbitos sus ideas de Cataluña y de la España autonómica quedaron en minoría, fueron derrotadas.
Es chocante que con estos antecedentes todavía haya quien hable de la futura sentencia sobre el Estatuto como si tuviera que ser dictada por un tribunal inmaculado. Se ignora que, en realidad, el PP lo ha tomado como rehén. Lo bloquea en espera de que le dé lo que quiere: una sentencia contramayoritaria.
La disyuntiva ante la que se debate el TC es terrible y constituye un reto formidable. Aunque cabe que también sea una oportunidad. Está jugando una partida a vida o muerte, tanto sobre el Estatuto y la Constitución como sobre su propia legitimidad. La perderá si cede ante quienes, soñando en la España preconstitucional, esperan que desmoche la apuesta de desarrollo autonómico nacida en Cataluña.
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