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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Los ricos también matan

Diego A. Manrique

¡Benditos clanes irlandeses! Dominick Dunne murió en Manhattan el 26 de agosto y su familia intentó guardarse unos días la noticia para evitar que quedara apagada por la previa defunción de Edward Kennedy (los Kennedy están enfrentados a los Dunne por los escritos de Dominick). No fue posible ocultarlo y, efectivamente, el fallecimiento de Dunne pasó inadvertido entre el llanto internacional por Ted.

Quizá fuera el sino de Dominick. En los círculos literarios, estuvo eclipsado por su hermano, el novelista John Gregory Dunne, y su cuñada, Joan Didion. Entre la gente del cine, era "el padre de Dominique Dunne", recordada por Poltergeist y por haber sido asesinada a los 22 años. Una historia miserable, de la que el culpable, un novio celoso, salió con una mínima condena, convirtiendo al señor Dunne en paladín de las víctimas y penetrante observador de juicios en los que estaban implicados ricos y famosos.

Dunne convirtió en labor lo que al inicio era una venganza contra la corrupción de Hollywood

Dunne había prosperado en Hollywood como productor de películas audaces que trataban la homosexualidad (Los chicos de la banda, 1970) o la heroína (Pánico en Needle Park, 1971). Pero pinchó con Miércoles de ceniza (1973), donde Elizabeth Taylor hacía de dama desesperada que recurría a la cirugía estética. Luego, los excesos de alcohol y cocaína destrozaron su matrimonio y su reputación profesional.

Hundido y arruinado, este cincuentón supo reinventarse como novelista y experto en juicios. Pura casualidad: se topó con un reportero de The Washington Post, que estaba en Los Ángeles intentando aclarar un misterioso desfalco: se sabía que David Begelman, presidente de Columbia Pictures, extendía cheques por servicios imaginarios a otras personas, que se embolsaba; el actor Cliff Robertson levantó la liebre. Pero Hollywood callaba, protegiendo a Begelman: el mundo corporativo es extrañamente tolerante con esos altos directivos a los que pillan con la mano en la caja. Indignado, Dunne tiró de agenda y le ayudó a descubrir el pastel. Hay un modélico libro sobre el asunto: Indecent exposure, de David McClintick.

Típicamente, el ladrón recibió un tirón de orejas y siguió prosperando en el show business, mientras que el denunciante, Robertson, sufrió la lista negra. Eso y su experiencia en los tribunales californianos, tras el asesinato de su hija, convirtieron a Dominick Dunne en un comentarista con actitud: encontraba intolerable que los abogados defensores se cebaran con las víctimas, hundiendo su reputación para salvar a personajes manchados de sangre.

Dunne aseguraba haber aprendido las técnicas del periodismo de investigación junto al hombre de The Washington Post. En verdad, se inventó un nuevo oficio: el cronista de sociedad especializado en tribunales. Gracias a sus contactos y a su intensa vida social, recogía rumores, maledicencias, viejas historias, que organizaba en un coro griego que reflejaba la actitud ambiental ante O. J. Simpson, Claus von Bülow o Phil Spector.

Contando con el respaldo y los recursos de una potente revista, Vanity Fair, se transformó en presencia indispensable en los juicios mediáticos, siempre con cotilleos sabrosos y una postura militante de respaldo a las víctimas y sus familias. Sus enemigos, incluyendo los Kennedy, decían que tenía "complejo de Truman Capote"; él envidiaba el talento del autor de A sangre fría pero se sabía mover mejor entre la jet set, evitando enemistarse con futuras fuentes.

Descubrí sus textos cuando seguía el caso de José Menéndez, un enérgico cubano al que traté cuando dirigía la división latina de RCA Records. Menéndez y su mujer habían sido acribillados en Beverly Hills por sus hijos, dos niñatos arrogantes -escribieron un guión cinematográfico anticipando su crimen- ansiosos por hacerse con la herencia.

Leerle era, lo reconozco, un placer culpable. Dunne tenía mucho de groupie: le impresionaban los árboles genealógicos, las mansiones únicas, las fortunas históricas, los policías duros. Pero su mensaje final resultaba devastador: los ricos también matan, a veces tan chapuceramente como cualquier lumpen. La diferencia está en el presupuesto para contratar abogados capaces de librarles del castigo.

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