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Reportaje:El río que se hizo libro

Nosotros somos 'El Jarama'

Viaje al lugar de veraneo de miles de madrileños 50 años después - Cuatro vecinos de entonces regresan al escenario del clásico de Sánchez Ferlosio

Pablo de Llano Neira

Sonaban zambullidas en la presa. Se veían los cuerpos un momento sobre el borde de la azuda y luego los salpicones que formaban al romper la superficie. Las voces tenían un timbre nítido en el agua, como un eco de níquel. (Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama, 1956).

Dicen del Jarama que antes era el doble de ancho, que bajaba fuerte y se veía como un trozo de mar. Que venían los trenes de Madrid los domingos cargados de familias y pandillas, subidos todos al techo, agarrados al estribo del tren. Que la gente no traía agua, porque la bebía del río. "Ahora todo está desconocido; ni el Fulgencio lo reconoce", dice Vicente Álvarez (San Fernando de Henares, 1927).

Fulgencio Pérez (Madrid, 1934) era un bebé cuando su familia se fue a vivir a la estación de tren de San Fernando-Coslada. "Nos dedicábamos a la huerta y a sacar piedras del río con los borricos". Pasaban la mitad del año en la estación, a cinco minutos del río, faenando en la piedra. La otra mitad, en La Isleta, una pequeña península que formaba el Jarama con un ramal suyo, donde cultivaban "tomates, pepinos, judías verdes, lechugas y todo ese jaleo". Hicieron un camino a través de la huerta para que pasasen los bañistas madrileños que venían del tren al río.

Llegaban los trenes de Madrid cargados de gente para pasar la jornada en el río
"El agua bajaba pura de la sierra", recuerda Fulgencio
Las trabajadoras del campo iban a bañarse con la ropa de faena
"En invierno había que apartar el hielo a mano para lavar", asegura Carmen
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Una ilusión modernista

Vicente y Fulgencio son amigos desde hace 70 años. No han leído El Jarama. Son El Jarama.

Vicente. Aquí había una hilera de pinos así de grandes donde no entraba el sol. Corría un airecito que era muy bueno para la gente que estaba del pulmón.

Fulgencio. Esos pinos eran cosa exagerada, tendrían al pie de 70 años o más. Y al lado había un chiringuito...

V. Bueno, un chiringuito no. El restaurante Nueva York.

Hablan de un bar que daba abasto a los domingueros en la arboleda de pinos donde paraban, justo al borde del río, en el límite entre Coslada y San Fernando de Henares, dos municipios del este de Madrid. Cuentan que Julio Dorado, alcalde del pueblo en los cuarenta, mandó talar los pinos y que después la gente venía menos y que el Nueva York dejó de servir, aunque alguien aún vivió allí.

V. En la casa estuvo luego el señor Rafael, El Gordo.

F. Y el Tío Folline, ¿no recuerdas? Que no sé por qué le decían así. Se dedicaba a sacar piedra, como nosotros.

Fulgencio siempre estaba allí antes que los bañistas. En realidad, Fulgencio siempre estaba allí. "Los trenes empezaban a llegar ya de madrugada. Venían de Atocha. Bajaban muchos también de Vallecas, andando, en bicicleta, en carros tirados por mulas o borriquitos", explica. La gente llegaba al lugar de los pinos y estiraba sus mantas en el suelo.

(...) los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas, extendidas sobre el polvo. (El Jarama).

En el libro de Rafael Sánchez Ferlosio huele a guisos, hay paellas y "pedacitos de tortilla" que caen en los muslos de los bañistas mientras comen. Vicente no recuerda aquello en su tiempo. "De comer traía cada uno lo que podía, eran los años del hambre". Tampoco le suenan los vendedores de cacahuetes y de helados de mantecado que aparecen en la novela de Sánchez Ferlosio. Su Jarama es el mismo que el del libro, pero 10 años atrás, que en aquella España es decir mucho. "Lo que sí había era barquillo", dice Fulgencio. Una hoja fina de harina. "Estaban muy buenos, los barquillos".

Vicente cuenta que los domingueros llenaban los cántaros en los manantiales pequeños que salían del río, "unas chorretitas frescas y cristalinas". "Eso era una eminencia de agua, que bajaba pura de la sierra", apostilla Fulgencio. Hoy el río Jarama lleva amonio, cromo, plomo y zinc. El aporte que ha dejado el desarrollo de la población y la industria de Madrid desde finales de los años sesenta.

La mujer de Vicente se llama Elena Franco (Velilla de San Antonio, 1929). A los 11 años su familia fue a trabajar fuera de San Fernando, a una tierra cedida a medias por un hacendado, el duque Tovar, y en 1955 se casó con Vicente. Pasaron la luna de miel en Las Ventas. Fueron a la ciudad en el camión con el que trabajaba su marido. Un Chevrolet.

Elena se bañaba en el Jarama con la ropa de faena. "Cuando trabajábamos en la vega, cogiendo tomates, nos metíamos en el río con ropa, una falda larga y lo mismo una camisa de miliciano, de las que quedaron después de la guerra". Aunque un día desafió las normas de urbanidad femenina de la época. "Mis amigas y yo acordamos una tarde bajar al río en bañador, sin que se enterasen nuestras madres".

Para ellas el Jarama era un lavadero. Salían de mañana con un cesto de ropa contra la cintura y la tabla de lavar colgando de un brazo, más un trozo de jabón. Lavaban la ropa, la tendían en matas espesas de ramas o en la hierba seca, y no volvían hasta la tarde noche. Algunas lo hacían sólo en verano, otras todo el año. Carmen Hidalgo (Alcaudete, Jaén, 1939) es la señora de Fulgencio. "Yo bajaba a lavar en invierno. Tenía que apartar el hielo con las manos. Lo hemos pasado duro, por desgracia". Las aguas eran claritas, según dicen las dos, y la ropa quedaba muy bien.

Se oyó un discreto pedir paso y brillaron por encima de las cabezas los dos tricornios de los guardias civiles que se abrían camino entre la gente. Estaba ahí mismo el cadáver de Lucita en la arena. (El Jarama).

Fulgencio se levantaba temprano en La Isleta y salía con sus hermanos a andar por ahí. A veces, en la presa, veían un cuerpo amanecer panza arriba. "Raro era el domingo que no caía uno", recuerda. Vicente explica que eso le pasaba a los "congestionados", que se metían al río después de comer y beber. Fulgencio nunca tuvo problema. "Mis hermanos y yo nadábamos como cangrejos. Nos criamos en el agua desde chiquitos y sabíamos los peligros del río".

Aguas estas, que tienen siete capas, con todos sus recovecos y sus dobleces y sus entretelas. Como una cosa viva; con más engaños que el jopo de una zorra y más perversidades que si fuesen manojos de culebras, en vez de ser agua, lo que viene corriendo por el lecho. Que no es persona este río. No es persona ninguna de fiar. Con una cantidad de hipocresía, que le tiembla el misterio. (El Jarama).

Un hombre llamado Anastasio Barral cavó una cueva en un cerro junto a La Isleta para guardar el vino y servir a los bañistas. "Había unas mesas y daban de beber a las parejas que estaban por aquí de noche, pero nada golfo, vamos", dice Vicente.

El hijo de Anastasio, Anastasio, convirtió La Cueva en una discoteca en los años setenta, cuando el río bajaba corrompido y ya nadie se le acercaba. El nieto cogió el negocio después. Mariano Barral (Madrid, 1963) no se acuerda del Jarama vivo. Pero sí de un hombre mayor, escritor, que apareció hace años husmeando por la ribera, lo llamó y le dijo: "Oiga joven, ¿todavía venden gaseosa?".

Y ya no vendían gaseosa. Todo había desaparecido. Los bañistas, las tarteras, los barquillos, las tablas de lavar, aquella agua que era una eminencia.

La Isleta se ha secado y Fulgencio vive en un piso de San Fernando. En la ribera del río, donde había pinos que eran cosa exagerada, ahora hay un polideportivo con piscinas azul cloro. El Jarama discurre detrás, achicado, moroso, de un turbio verde oscuro y con grandes melenas de algas. Discurre detrás el Jarama muerto.

Vicente y su esposa, Elena, primero y segunda por la izquierda, posan con sus amigos en la ribera del río en 1954.
Vicente y su esposa, Elena, primero y segunda por la izquierda, posan con sus amigos en la ribera del río en 1954.LUIS SEVILLANO

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