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Columna
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La horma perdida

No se trata de un error, ni de lejos pensamos en la honra calderoniana, ese prejuicio legendario que ha dejado de tener sentido en la corriente y moliente vida actual. No es, pues, la honra perdida, sino la horma, en su significación más literalmente pedestre: la de los zapatos.

Pensarán, con acierto, que se trata de una cuestión mostrenca y baladí, con poco espacio entre las preocupaciones que embargan nuestro cuidado cotidiano, pero he dedicado a ello mucho tiempo y, aprovechando la indefensión que provocan los altos calores, estoy dispuesto a transmitírselo a ustedes. En pocas palabras, creo que un sector muy vasto de la población sufre el olvido y el desdén de los fabricantes de calzado, asunto que al representar gran cantidad de afectados, puede tener dimensión sociológica. Hablo, especialmente del sector masculino, aunque me consta que las mujeres padecen exactamente lo mismo, sin que se ponga remedio, que lo hay.

No creo que subsistan en Madrid más de dos o tres artesanos que hagan calzado a medida

Basta de rodeos: me remito a la ausencia de los números 38 y 39 en la secuencia del calzado puesto a la venta en la mayoría de los comercios del ramo. Simplemente, no existe. Se pasa, del 37 infantil, al 40 y siguientes, de los adultos. No cabe pensar que los seres humanos se acuesten con una medida determinada de zapatos y se levanten con la necesidad de un par de números más. ¿Qué hacen, qué recurso les queda? Uno, sería la hibernación en espera de que la naturaleza siga su curso y aumente el volumen peduncular, algo rechazable, por principio.

En el mundo materialista en que vivimos, la fabricación de artículos en serie es objeto de minuciosos estudios que tienen que ver con la economía del sector y la inexorable ley de la oferta y la demanda. Esto ha sido siempre así, pero la radicalidad e inhumanidad de las previsiones que ahora se toman, bien merecen un comentario y, si quieren, una denuncia.

Resulta fácilmente deducible la causa: existen, por supuesto, cientos, miles, millones de personas que, en un momento de su vida calzan un 38 o un 39. ¿Son desdeñables? El problema de constitución física lo llevo arrastrando toda mi vida y hace 30 o 40 años entraba en una zapatería y pedía el modelo que me agradaba, en el número que se adaptaba cómodamente a mis extremidades. Hoy, no. Desde hace más de un cuarto de siglo, no puedo comprarme los zapatos que deseo, sino que tengo que arramblar con lo que haya más cercano a mis necesidades. Tampoco está uno en condiciones de hacerse el calzado a la medida y no creo que subsistan en Madrid más de dos o tres artesanos, si no han muerto o alcanzaron la jubilación.

El miserable secreto está en que, por regla general, los zapatos son prendas de vestir que, para el género masculino, tienen una larga duración, que es lo más corriente, dado que no tratamos de dandis ni de potentados inmobiliarios y su prole. Y la minoría la constituye quienes pertenecemos a la talla tradicional española, o sea, gente del metro sesenta y alrededores, algo que se hace cada vez más raro. No reivindico la talla pequeña, me hubiera gustado tener la corpulencia de Sean Connery o de Cristiano Ronaldo, pero aún quedamos un segmento vital confinado a esa maldita horma que ensombrece nuestras existencias.

Apelo al espíritu constitucional y a la protección de esa minoría en la que me encuentro. Nada diría si se tratase de un problema singular o mórbido, pero me consta que son varias decenas de millar de ciudadanos, mayores de edad, con derecho a sufragio, marginados por un cálculo mercantil claramente discriminatorio. Las mujeres padecen los mismos sinsabores con el antiguo número 34, muy común en nuestras españolitas del metro y medio. Según testimonian los zapateros, una decisión del Consejo de Europa unificó esa talla con la siguiente y se encuentran en parecidas condiciones, un ingenioso truco para guardarse las espaldas y no tener que mostrar el libro de reclamaciones. Si en Europa y otros lugares, la estatura de sus gentes ha medrado -como ya está sucediendo entre nosotros-, ello no disimula el problema. Entre los niños o adolescentes caben todas las medidas, porque lo normal es que un chico o chica posea uno o dos pares de calzado deportivo, que cubra toda la gama. Pero llegada la juventud, los pies reclaman otro tratamiento, que les debemos dar.

Recuperemos la horma perdida, ese número 34 para las chicas y el 38 para los varones, condenados a utilizar capas de plantillas que acaban deformándoles los pinreles. Es justo y sumamente necesario.

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