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Columna
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Cigarreando

Fumar tal vez siga dando placer, pero ahora sabemos que es también muy perjudicial para la salud. Además de procurar placer, el acto de fumar se constituía en un elemento estilístico, y las volutas de humo tenían un valor similar al de la metáfora, la prosopopeya o el quiasmo. Se fumaba con la derecha o con la izquierda, lo que añadía al hecho su correspondiente morfema de género -aunque ya no recuerdo bien cuál era la mano masculina y cuál la femenina-. Estaban luego los adictos al rubio y quienes fumábamos negro, una opción adscrita a la alegoría de nuestros sueños, y quienes le daban al cigarrillo y quienes preferían el habano o la farias, todo un símbolo éste que apuntaba al carácter. Se fumaba con chupada breve o con chupada honda -esa que convertía las mejillas en cuévanos, si no en sepulturas-, y se abaniqueaba el brazo y se disponía la mano pecadora -en palma abierta o en bendición papal- de maneras diversas. Había incluso a quienes les gustaba fumar de perfil y los había convencidamente extrovertidos, aquellos que convertían el humo en un refuerzo expresivo de la mirada: aquí te miro y aquí te mato. Los deportistas, por lo general, no fumaban, salvo los que tenían su punto canalla, de donde concluíamos que fumar, bueno, lo que se dice bueno, para la salud no debía de serlo. Lo sabíamos, pero no me resisto a decir que ése era otro de sus atractivos, su impronta romántica, las dosis imperceptibles de ruletita rusa.

Dueño absoluto de la novela, la poesía o el drama -¡y del cine!-, el humo del fumador ha visto limitadas drásticamente sus posibilidades genéricas y formales y ha pasado a tener como único hábitat estético el agusanado paisaje de las vanitas. Fumar mata, lo que también hacen algunas setas, pero con los cigarrillos no hay distingos, ya que a diferencia de las horas, no sólo mata el último, sino que matan todos. De ahí que no quepan remilgos cuando se trata de legislar contra ellos y que se nos anuncie ya un endurecimiento de la ley Antitabaco. A mí, que sigo siendo fumador, pero que no soy hostelero, me parece muy bien. Esta desolación del fumador proscrito también tiene su valor estilístico: es como un fotograma de la derrota en una película bélica: vencido y desarmado, el ejército rojo fuma colillas. En cuanto a los hosteleros son muy de agradecer esas sus distinciones entre lo público y lo privado. Tienen "su" negocio y tienen 'sus" clientes, y no admiten que ninguna ley pueda intervenir en su Walhalla. Pero "su" negocio es un servicio público, a diferencia de "mi" casa, y también mi casa está sujeta a normativa, y si no que se lo pregunten a mi vecino. Ya ven cómo fumar sigue siendo fuente de distinciones estilísticas y cómo el fumador se convierte en un fantasma ansioso de los espacios privados que se desvanece en los espacios públicos. Pero estamos condenados al espacio público por excelencia, la calle. A ese desamparo, a esa soledad, a esa maldición, tan justa.

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