El dilema de Honduras
El golpe de Estado contra el presidente hondureño Manuel Zelaya y su deportación a Costa Rica, el domingo 28 de junio, es un episodio revelador de los límites del sistema interamericano. Todos los Gobiernos del hemisferio reprobaron la deposición violenta del mandatario y demandaron su restitución, pero no todos lo hicieron por las mismas razones.
Bajo el aparente consenso se escondió la paradoja de una inversión de roles: los tradicionales defensores de las soberanías (Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Ecuador) demandaron la "insubordinación", la "resistencia", el "derrocamiento" y las "sanciones", mientras que los tradicionales defensores de las democracias (Estados Unidos, México, Colombia, Chile, Costa Rica) propusieron una solución multilateral, basada en el diálogo con un Gobierno ilegítimo.
Los autoritarismos de derecha e izquierda amenazan con quebrar la democr acia en el hemisferio
Quien se opone a la mediación de Arias desea una escalada del conflicto
La crisis hondureña tiene el interés de colocar las posiciones de esos Gobiernos fuera de sus enclaves simbólicos tradicionales y de localizar las tensiones regionales, no en la ideología, sino en la geopolítica. La verdadera polarización interamericana sale a la luz en este conflicto: de un lado, los países "bolivarianos", interesados en concertar alianzas que permitan continuar la guerra contra el "imperio" por otros medios; del otro, los países "interamericanos", que no entienden la integración latinoamericana como un arma contra Estados Unidos sino como parte del proceso global de creación de pactos regionales. Los primeros buscan en Honduras el restablecimiento de un gobierno aliado y su perpetuación en el poder; los segundos, más que en Zelaya, piensan en una solución que restablezca el orden constitucional en ese país.
Desde la mañana del 28 de junio las dos estrategias comenzaron a chocar: Cuba, Venezuela y Nicaragua intentaron convertir la crisis hondureña en un problema exclusivo del ALBA, mientras que Costa Rica, México y Colombia privilegiaron otras instancias como el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), el Grupo de Río, la OEA y la ONU.
Los hermanos Castro y Chávez acusaron a Washington de estar involucrado en el golpe por medio de la CIA y reiteraron que el presidente Obama y la secretaria Clinton eran ambiguos o retóricos en sus pronunciamientos sobre la crisis. Chávez llegó, incluso, a sugerir una invasión venezolana y a prometer el derrocamiento del Gobierno hondureño, en presencia de Zelaya, quien no sintió necesidad de defender entonces la soberanía de su investidura.
Estados Unidos rompió con un legado de más de medio siglo y no apoyó el golpe en Honduras. Sin embargo, Cuba y Venezuela, en nombre de "la democracia", habían respaldadoinescrupulosamente los intentos de Zelaya de reformar la Constitución con el propósito de reelegirse. Una semana antes del golpe, Fidel Castro y Hugo Chávez intervinieron directamente en la política hondureña, argumentando que lo que Zelaya hacía no era violatorio de la Constitución, a pesar de que el poder judicial de ese país así lo establecía. No es la primera vez que los paladines de la "no intervención" y el respeto a la "autodeterminación de los pueblos" interfieren en los asuntos domésticos de países latinoamericanos, confiados en que la asimetría entre Estados Unidos y América Latina impedirá que se les acuse de intervencionismo.
Mientras La Habana y Caracas se reafirmaban como actores de la política interna hondureña, Estados Unidos subordinaba su posición a la OEA y confiaba en que la aplicación de la Carta Democrática Interamericana de 2001, permitiera una solución negociada de la crisis. El presidente Obama mantuvo una calculada distancia, cediendo terreno al Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza o, lo que es lo mismo, anteponiendo el principal foro multilateral interamericano a cualquier razón de "seguridad" nacional o hemisférica, como era de rigor, hasta el año pasado, en la política exterior de Estados Unidos.
La crisis de Honduras produjo la convergencia, cada vez más frecuente, de la derecha republicana en Estados Unidos y la izquierda comunista en Cuba y sus respectivos epígonos latinoamericanos. The Wall Street Journal y Juventud Rebelde acusaron a Obama de lo mismo: doblez, cobardía, hipocresía, "lenguaje confuso". Unos y otros reaccionaron, en un acto reflejo de la guerra fría, demandando la intervención de Estados Unidos en el conflicto. Quienes durante medio siglo han sostenido un socialismo antidemocrático, en nombre de la soberanía nacional, pedían ahora que el "imperio" se comportara como lo que debe ser, un imperio, y restaurara por la fuerza al presidente derrocado.
Lo más preocupante de esta crisis es que, a pesar de sus notables diferencias con los golpes y las revoluciones de antaño, hace emerger los autoritarismos de derecha e izquierda que amenazan con quebrar la plataforma democrática del hemisferio. Las derechas autoritarias siguen estando dispuestas a todo, incluso a renunciar a métodos constitucionales, con tal de eliminar a sus adversarios. Los autoritarismos de izquierda, por su parte, también parecen estar dispuestos a todo, incluso a renunciar al principio de la soberanía nacional, con tal de no ceder el poder, luego de ejercerlo por cuatro años o una década.
Como señalaba Moisés Naim en estas páginas, la paradoja hondureña se acentuó aún más cuando el Gobierno golpista renunció a la OEA y adoptó un discurso aislacionista, más parecido al de la Cuba de Fidel que al del Chile de Pinochet. Políticos liberales y demócrata cristianos, en su mayoría, partidarios del Estado de derecho y la economía de mercado, se abanderaban tras un patriotismo populista para desafiar a la comunidad internacional. Unas semanas atrás, en San Pedro Sula, era Zelaya, y no Micheletti, quien cuestionaba la legitimidad histórica de la OEA, por el respaldo a las dictaduras militares de la guerra fría y la expulsión de Cuba en 1962. Los papeles se habían cambiado: los autoritarios de izquierda se volvían intervencionistas y los autoritarios de derecha, nacionalistas.
El golpe de Estado del 28 de junio creó un dilema de difícil solución en un mundo globalizado, multilateral y democrático. La única manera de restituir a Zelaya en la presidencia, de manera automática, era por medio de una revolución doméstica o de una intervención extranjera. Descartadas ambas opciones, por pertenecer al pasado predemocrático, se impuso una salida negociada al conflicto que, naturalmente, no podrá satisfacer del todo a las partes involucradas. La política interamericana fue retada en su propio terreno, el de la diplomacia, y la principal lección de esta crisis es que las instituciones regionales no están preparadas para oponerse a una práctica -el golpe de Estado- que se creía rebasada por la historia.
A pesar de las limitaciones de la diplomacia interamericana, no fueron el "no al diálogo" de Castro, la intransigencia de Micheletti o los dos intentos de regreso de Zelaya, convertidos en espectáculo por Chávez y Ortega, los que avanzaron en la solución del conflicto. Sólo la mediación de un político sin tentaciones autoritarias, como Óscar Arias, pudo vislumbrar -mas no asegurar- una salida a la crisis hondureña. Arias inició aquella gestión, consciente de su improbable eficacia, dada la polarización que se difundió, no sólo en Honduras, sino en las dos Américas. Quienes se han opuesto a esa mediación son, precisamente, los que desean, no una solución, sino un escalamiento del conflicto.
Rafael Rojas es historiador cubano exiliado en México. Acaba de publicar El estante vacío. Literatura y política en Cuba (Anagrama).
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