Estado de derecha
Corrupción, boicoteo al Estatuto catalán, a la renovación del CGPJ o a la Ley de Dependencia. El PP se siente más cómodo con el 'Estado de derecha' que con el imperio de las leyes. ¿Dónde están sus liberales?
Cuando arreciaban los escándalos de corrupción y abuso de poder en la última legislatura de Felipe González, fue cuajando una teoría según la cual, frente a los desmanes de unos socialistas intervencionistas y de escasas convicciones democráticas, se erigía una derecha liberal que creía en la supremacía de las reglas del Estado de derecho. Lo que se dilucidaba en las elecciones de 1996, de acuerdo con este planteamiento, era si España quedaba en manos de unos izquierdistas que recelaban tanto del mercado como de las instituciones del Estado de derecho, lo que explicaba, en última instancia, su querencia por la subvención y el clientelismo, o en manos de unos liberales que creían en el poder civilizador de los mercados y en las instituciones que los regulan y hacen posibles.
Las 'afinidades' entre algunos acusados y los jueces que les juzgan resultan muy inquietantes
Fabra se jacta de sus prácticas caciquiles: "Yo no sé a cuánta gente habré colocado en 12 años"
Este tipo de planteamiento favoreció que durante aquellos años surgieran liberales hasta de debajo de las piedras. Muchos eran antiguos socialistas que se declararon horrorizados por el espectáculo degradante de los últimos gobiernos de González. Sin embargo, cabe sospechar que este liberalismo sobrevenido era sólo un pretexto, una coartada, pues cuando la derecha española ha dado muestras sobradas de ser capaz de reproducir aquellos comportamientos tan poco edificantes, los liberales han guardado un llamativo silencio y han mirado para otro lado.
El elemento central de esta construcción ideológica era, y sigue siendo, el Estado de derecho. En términos algo grandilocuentes, el imperio de la ley, un Gobierno de leyes y no de hombres. Es decir, un sistema en el que los gobernantes cumplen con las reglas que establecen sus competencias y obligaciones. Hay Estado de derecho cuando los mecanismos de control legal e institucional garantizan el cumplimiento de las reglas.
La utilización de la idea de Estado de derecho por el Partido Popular ha llegado a ser agobiante. Se ha recurrido al Estado de derecho para rechazar el Estatuto catalán y el proceso de paz con ETA, para exigir la dimisión de cargos socialistas, y obsesivamente en la lucha antiterrorista, incluso de forma antropomórfica ("confío en que el Estado de derecho mande a los terroristas a veranear a la cárcel", dijo hace poco un dirigente popular). Soraya Sáez de Santamaría ha declarado asimismo que una víctima del terrorismo "representa el Estado de derecho". Por su parte, Ángel Acebes afirmó en junio de 2006, con su habitual finura, que Zapatero le había entregado "las llaves del Estado de derecho a Batasuna", que es, añadió, "como entregárselas a los terroristas". No menos fina estuvo Rita Barberá el pasado 28 de mayo cuando dijo que "cada vez que gobierna el PSOE se pudre el Estado de derecho".
Los acontecimientos de los últimos años han mostrado que nuestro Estado de derecho no sólo está excesivamente manoseado, sino que además ha quedado vapuleado por sus más aguerridos defensores. Entre los episodios más graves, a mi juicio, se cuenta el destrozo provocado en el Tribunal Constitucional por la política de recusaciones, encaminada a conseguir mediante medios fraudulentos una mayoría contraria al Estatuto catalán. Que aquella iniciativa tuviera entre sus promotores a un magistrado, ya fallecido, de origen franquista, añade un toque siniestro al asunto. Este tipo de estrategia tuvo continuidad durante la legislatura pasada en el boicoteo del Partido Popular a la renovación del Consejo General del Poder Judicial.
El desprecio por la ley se ha manifestado de muchas otras formas. Ahí está el estrambote de la asignatura de Educación para la Ciudadanía enseñada en inglés en la Comunidad Valenciana, o el sabotaje practicado por comunidades autónomas gobernadas por el PP a leyes aprobadas en el Parlamento nacional, a veces incluso con el voto favorable de los populares, como ha ocurrido sobre todo con la Ley de Dependencia. El Gobierno de Esperanza Aguirre ha ido tan lejos en este terreno que ahora Madrid se ve perjudicada en la financiación autonómica, pues hay muy pocas familias que estén recibiendo las ayudas que esta Ley contempla (uno de los criterios que se tienen en cuenta para calcular las transferencias entre regiones).
Últimamente la atención se centra en los escándalos de corrupción, que son abundantes y algo pintorescos. Quizá el más llamativo de todos sea el de Carlos Fabra, el presidente de la Diputación de Castellón. Ha habido Fabras al frente de esa Diputación desde 1875, cuando la ocupó su tío-tatarabuelo Victorino Fabra, conocido como el Agüelo Pantorrilles. El actual Fabra está acusado de falsificar documentos oficiales, de cobrar cuantiosas comisiones, de fraude fiscal, y de manipulación del censo electoral de diversos municipios. Por si todo esto no fuera suficiente, Fabra se jacta de sus prácticas caciquiles: "Porque el que gana las elecciones coloca a un sinfín de gente. Y toda esa gente es un voto cautivo. Supone mucho poder en un Ayuntamiento, en una Diputación. Yo no sé la cantidad de gente que habré colocado en 12 años, no lo sé". Son palabras suyas que quedaron grabadas y que darán mucho juego a los historiadores del futuro que quieran establecer paralelismos con la época de la Restauración.
El juzgado de Nules (Castellón) que lleva su caso es una especie de triángulo de las Bermudas en el que los jueces van desapareciendo misteriosamente uno tras otro. Hasta ocho jueces han pasado por allí desde el año 2004. La gran esperanza de Fabra se llama Jacobo Pin, un juez que se ha presentado voluntario al puesto y cuyo padre es un abogado muy próximo al PP (fue cabeza de lista al Congreso en las elecciones de 1977). Seguro que este nuevo juez sobrevive a los extraños torbellinos que se llevaron a sus predecesores.
Esta llamémosla "afinidad" entre algunos acusados de corrupción y los jueces que les juzgan resulta extremadamente inquietante. Francisco Camps se siente feliz de tener una relación con el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Valencia, Juan Luis de la Rúa, que, en sus propias palabras, va más allá de la amistad. El vínculo de De la Rúa con Camps no se limita a la esfera personal, pues el juez intervino en un acto preelectoral del PP valenciano en 2007. Camps cuenta también con la ayuda y el apoyo del vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial, Fernando De Rosa, quien se reunió con el presidente de la Generalitat Valenciana para ayudarle a perfilar una estrategia un día después de que la prensa se enterara de que Camps estaba implicado en la trama de corrupción y financiación ilegal del PP. De Rosa, que ha sido consejero de Justicia en el Gobierno valenciano, insinuó que Garzón estaba prevaricando al no abstenerse de instruir la causa.
En Madrid, donde la corrupción acosa a Esperanza Aguirre en frentes muy diversos, que van de los espías al escándalo monumental de Fundescam -una Fundación del PP que recibe cuantiosas aportaciones en época electoral de empresarios que, seguramente por casualidad, obtienen luego jugosos contratos del Gobierno regional-, se celebró recientemente una comida secreta entre el presidente del Tribunal Superior de Justicia, Francisco Javier Vieira, que juzgará a los diputados del PP madrileños imputados en la trama Gürtel, y el secretario general del PP de Madrid y consejero de Presidencia y Justicia, Francisco Granados.
Quizá estas "afinidades" entre políticos y jueces contribuyan a explicar el descaro de Esperanza Aguirre, quien, en un pleno parlamentario, ante las acusaciones de corrupción que le lanzaba la oposición, extendió los brazos y las manos diciendo "¡Mirad cómo tiemblo!". En ese gesto se resume la gran incógnita de la democracia española: si estamos verdaderamente en el Estado de derecho tan anhelado por nuestros liberales o si nos encontramos más bien en un Estado de derecha. Creo que a la derecha, en el fondo, le convendría, por su bien, que en España hubiera un Estado de derecho. A los socialistas, en su momento, les costó reconocerlo y estuvieron a punto de deshacerse por ello. El Partido Popular parece de momento sentirse más cómodo con el Estado de derecha, aunque suponga acabar definitivamente con sus credenciales "liberales".
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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