Verano calenturiento
El verano de 1990 fue excitante: al Vicente Calderón vinieron Prince y, al poco, ¡Madonna! Déjenme confesar que creíamos que ambos irradiaban un ambiente de libertinaje, un todo es posible, que imaginábamos contagioso.
Andábamos fascinados por el mito Madonna: la mujer fuerte que alardeaba de su carnalidad, la visionaria que imponía sus decisiones en un negocio de hombres, la cabeza caliente que usaba y desechaba colaboradores, la estrella que desafiaba al Vaticano.
Puede que no estuviéramos preparados para lo que nos ofreció junto al río Manzanares. Esperábamos un concierto y la Blonde Ambition Tour era un colosal espectáculo teatral. Con refuerzo de la tecnología audiovisual, que falló -¡precisamente!- cuando simulaba una masturbación. Aunque no llevaras prismáticos, intuías algo artificial: quizá ella no cantaba en todos los temas, quizá mandaba la coreografía sobre los posibles arrebatos musicales. Alguien dijo a mi lado: ?Prefiero los vídeos?. Me fallaron los argumentos para rebatirlo.
Aparte, no nos encontramos con la Madonna sensual. Por el contrario, apareció una dominatrix empeñada en que el público confirmara que era ella quien mandaba allí: ?Soy el jefe, el jodido jefe?; se deleitaba en disparar palabrotas en castellano. Rompía esa imagen seductora para transformarse en una turista insolente, convencida de que nos estaba epatando tanto como si en su patria soltara fuck y cunt.
Luego nos enteraríamos de que Pedro Almodóvar le había enseñado ese vocabulario. En el documental consiguiente, la veríamos apuntando a Antonio Banderas como cazadora en busca de piezas (y la frustración de Warren Beatty, ante tanta impudicia). Asumimos que era más ?y menos? que una cantante, que finalmente ejercía de vedette posmoderna. Diferente de Prince, que llegaba a Madrid y pedía un local reducido, donde pudiera tocar tras su concierto multitudinario; ella prefería salir a hacer jogging con una falange de guardaespaldas. Imposible no hacer comparaciones.
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