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CON GUANTES
Columna
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La ira

Se crecen en la ira los muchos opinadores que en el mundo son o somos. Siempre con cierto victimismo, como si nuestra opinión estuviese constantemente amenazada, cosa que no es cierta como el mercado confirma cada día. A un iracundo le dan boleto de una emisora y al segundo tiene otra. Los tertulianos cambian de programa de televisión según las más viejas leyes de la oferta y la demanda. El show, las audencias y los intereses de empresa imponen sus propios criterios.

Visto desde fuera alguien pensaría que los opinadores profesionales (hay que recordar que mal que bien todos cobramos por esto) parecemos más empeñados en pelear por nuestra plaza que por la plaza del pueblo. Y no hablo del pueblo con mayúsculas, sino de la plaza del pueblo de cada asunto en cuestión.

"La ira, en un país que sujeta la libertad de prensa, no asegura la mordaza"

La última disputa entre periodistas, Tertsch versus Gabilondo, me lleva a pensar que existe cierto grado de degradación en el ejercicio de una labor de por sí complicada. Si por en medio tercia la defensa de Aznar, un hombre responsable votado libremente y descabalgado entre la misma parcela de libertades, y la ofensa a otro señor, Zapatero, que también este pueblo ha elegido, la cosa se complica, o como decía Sempe (tal vez una de las más sutiles inteligencias recientes ), todo se complica.

O he entendido mal, o la resolución del Tribunal de Estrasburgo a favor de la ilegalización de Batasuna es, según Tertsch, un golpe frontal y mortal a la progresía. Me gustaría saber para empezar qué es la progresía, más allá del torpe asunto de la ceja con el que cierta prensa quiere hacer caballos para el trote de su próxima victoria. Mucha gente ha tenido y tiene, fuera y dentro de los medios y fuera y dentro de las artes, subvencionadas o no, las cejas en su sitio. Es decir, encima de su propia mirada. El uso indiscriminado de pueriles generalizaciones alrededor de la cultura, el periodismo, el arte o la ciudadanía, a alguno de entre nosotros, o al menos a mí, nos empieza a cansar un poco. El victimismo del que hacen gala quienes tienen una oportunidad al menos tan amplia como otros para expresar sus rencores o sus miedos o sus alarmas, y ojalá también sus razones, no me parece de recibo.

Si alguien comanda una corriente de opinión en un medio, y otro la contraria en otro medio, podría decirse que nadie tiene verdadero derecho para esconderse en el agravio de una mordaza que nadie le ha puesto.

Se puede hablar bien o mal o regular de Aznar, de Zapatero o de la Santísima Trinidad, y allá cada uno con sus posiciones, pero no creo justo condenar toda opinión adversa a la condición de amenaza de lo propio.

No soy quién para decirle a un periodista con largo oficio dónde y cómo y cuándo expresar sus dudas y sus certezas, pero puedo al menos tener derecho a no ser pasto tangencial de sus trucos más baratos, a escapar de sus progresías y de sus cejas, pancartas o palanganas.

La ira, en un país que sujeta todavía y firmemente la libertad de prensa, no asegura una mordaza. El mercado y la empresa pueden empujar a un periodista hacia el centro o el margen de las batallas, pero ése es otro asunto.

A menudo se exige desde la prensa un fair play en la política al que no se compromete ni la prensa misma.

Al final del día, las fusiones y los traslados nos recolocan en otra posición donde nuestros egos y nuestras iras pueden, o no, tomar otro cuerpo. Los rigores del mercado nos amenazan a todos, y ésta es la verdad que más a menudo se calla entre la prensa.

En cualquier caso, y como vigilancia de nuestra propia integridad, no estaría de más empezar a matizar estas virulencias personales que pueden confundir a nuestros clientes.

Esos lectores que se acercan al periodismo para saber un poco más y no un poco menos.

Mientras nos gritamos en letra impresa o de viva voz, la mentira sigue viva, y la verdad depende aún de sus múltiples caras y de que la ira no lo pinte todo de un solo color, con un solo brochazo. 

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