Al desdén con el desdén
Como el Tourmalet estaba tan lejos de la meta, el Tour siguió jugándose ayer entre los silencios de Contador y las provocaciones verbales de Armstrong
Cuanto menos valen las montañas, más se desatan las lenguas. La lengua de Armstrong, amargado por la mirada negra de Contador, se movió ayer a la misma velocidad, con la misma longitud, a la que los Caisse d'Épargne, grupo de negro y rojo, fieles a su costumbre, organizaron su tren a la bajada del Tourmalet. Negros de desdén ve los ojos de Contador Armstrong; negro quiere ver su corazón, a juego con sus ojos. Y como aquel que se encuentra con una bolsa de chuches y ansioso quiere abrirla e intenta rasgar el plástico rebelde y sintético y no puede, y se deja los dientes y las uñas y no lo consigue, así busca, con todas las herramientas, encontrar el clic en la superficie lisa, silenciosa, del silencio de Contador, la cerradura que lo abra. El último recurso, por ahora, con que ha dado es el de aumentar el grado de provocación de sus palabras, aumentar su caudal también -ayer habló media hora con los periodistas, diez minutos con los presentadores de la televisión francesa-, responder al desdén del silencio con el desdén del verbo agudo y la metáfora.
"Sólo seguiré órdenes de equipo. Ya no soy el jefe como antes", dijo el estadounidense
Primero el tropo, no muy lucido, la verdad. Posiblemente se lo inspiraría su amigo, el actor Robin Williams, que le visitó ayer, que le presentó a su nueva novia y con el que rió a gusto, sin saber, quizás, que el chico de Hollywood, enamorado de Francia, del Tour y de la bicicleta, había dicho antes a la prensa que no sabía a quién veía más como ganador en París, al padre Armstrong o al hijo Alberto: "Esto está más caliente que la grasa de un donuts". Lo usó, no teman, no para hablar de su relación con el de Pinto -"tensión" es la palabra que usó para referirse a la relación personal-, sino para describir la temperatura en el interior del avión que llevó al pelotón a Limoges, donde pasarán hoy el día de descanso. Después el dardo: "Sí, Alberto atacó con mucha fuerza en Arcalís [el viernes, la única llegada en alto pirenaica: 21s de Contador a Armstrong en los últimos 1.800 metros], fue impresionante", dijo. "Pero creo que si lo hubiera intentado le habría alcanzado. Esperé a que los rivales salieran a por él, pero como no salieron yo no podía moverme...".
Silencio en el otro bando, que prefirió no despistarse en la etapa en la que el Tour, como si temiera que una llegada más en alto habría dejado esto muerto y bien atado, con Contador en el trono y dos semanas por delante de bostezos y morbo, como mucho, y adiós al fin de fiesta en el Ventoux, hizo de prestidigitador y escamoteó el Tourmalet, su enorme mole, sus más de 2.000 metros, bajo la mesa. En la faena le ayudó la nueva realidad del ciclismo, los nuevos aires en algunos viejos corredores y equipos.
El año pasado, el año en que Cancellara y Voigt despreciaban con pistones de fuego la ley de la gravedad y eran capaces de ridiculizar a Valverde en el puerto que simboliza los Pirineos, el año en que Riccò desplegaba sus alas cargadas y rivalizaba con los ángeles, el tren de los de Eusebio Unzue era un convoy doliente camino de Hautacam, donde no sólo sufrió Valverde, también, víctima del sentido de lo descomunal de sus locomotoras, el joven Andy Schleck.
Ayer, con Cancellara ya penando, arrastrando su mole en el Aspin, con Voigt abriendo la boca más que de costumbre en el Tourmalet que el año pasado había sido su autopista, Andy Schleck no pudo ni sacar el saxofón de la funda, no hubo danza, no hubo música. Contador pudo guardar sus zapatillas de baile, pero el Caisse d'Épargne volvió a organizar el tren. No se trataba de salvar el Tour, tampoco de ganarlo, sino de, máximo sarcasmo para un puerto de 15 kilómetros de aficionados, muchos de naranja, en cada lado, qué agobio en el pasillo central, qué calor (¿como la grasa de un donuts?), colocar a un sprinter en Tarbes. Se trataba de alcanzar a la pareja fugada, los supervivientes Pellizotti, podio en el Giro, cazador de etapas en el Tour, y Fedrigo, alborotador siempre, y ganar la etapa con Rojas. No llegaron a tiempo los del chico de Cieza. Ganó Fedrigo, para alegría de los franceses, que quizás no fue tampoco tan grande como la de los del Euskaltel, que vistieron a Egoi Martínez de sevillana. Para eso sirvieron los Pirineos, el Tourmalet.
Para eso y para que Armstrong hablara de los Alpes, de aquí a ocho días. "Allí ya se verá quién es el más fuerte", dijo el tejano que no cesa. "¿Otra emboscada antes, en la travesía de Francia? Si el equipo dice que se haga, lo volveré a hacer, pero sólo seguiré órdenes de equipo. Ya no soy el jefe como antes".
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