Hacer, bien, el amor
Hace unos días, el amigo de un amigo mío nos contaba que según un amigo suyo las mujeres que mejor hacen el amor son las que tienen los tobillos estrechos. Según el amigo del amigo de un amigo mío, que al parecer es instruido en esas lides, los tobillos estrechos expresan vivacidad y agilidad, como los caballos pura sangre, lo cual traducido a la cama es garantía de máximo placer. Al principio, me pareció una boutade, pero desde entonces no me lo quito de la cabeza e incluso ha habido días que en vez de mirar a los ojos de las mujeres les miro a los tobillos.
Hace unos años me sucedió algo parecido cuando un amigo mío me aseguró que las mujeres que mejor hacen el amor son las que tienen la nariz larga. Al parecer a mayor nariz, mayor fogosidad. No le pregunté en qué se basaba para aseverar tal cosa, porque he olvidado decirles que mi amigo es argentino y no era cuestión de alargar tanto la cena por muy castizo que era el restaurante de Madrid donde la nariz se hizo sexo.
Otro amigo, mucho antes, aseguraba que las mejores mujeres para hacer el amor son las gorditas, esas redondeces de Rubens que resultan tan cálidas en la cama. Este amigo es valenciano y ya se sabe que el espíritu mediterráneo tiene la calidez por bandera. Así que, si reunimos a estos tres amigos, el modelo de mujer ideal para la cama sería una gordita, con los tobillos estrechos y la nariz larga. Pero hay más, porque, si a esa mujer ideal hubiera que ponerle un origen geográfico, los españoles elegiríamos Francia; porque, desde el landismo, las suecas, sí, son muy activas, pero ya se sabe que lo verde empieza en los Pirineos y el mejor tango se bailó en París.
Lo cierto es que los hombres somos de una simpleza absoluta. En nuestras charlas de taberna o restaurante la demostramos cada día. A la mujer le encontramos argumentos eróticos por todos los costados y en todos los escondites de su cuerpo. Incluso unos tacones de aguja nos bastan para convertir a la Venus del barrio en la Venus de Milo. Hasta el color del pelo nos basta para tener una erección mental en el autobús, en el metro o en la cola de la declaración de la renta. La razón es sencilla: gastamos toda la imaginación en ellas porque nosotros nos hemos estancado en el tamaño del pene.
Somos tan ingenuos que, como no podemos ir por la Gran Vía enseñando las colgaduras, nos aferramos a un estudio que al parecer relaciona el tamaño del pene con el tamaño del pie. Por eso tenemos tanta afición a cruzar los pies encima de la mesa. No es que nos sintamos Steve McQueen, sino que alardeamos de pie para que ellas establezcan la relación. Somos tan ingenuos que aún no nos hemos enterado de que estadísticamente lo que más llama la atención, sexualmente, a las mujeres de los hombres es el trasero. Y nosotros enseñando los pies...
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