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DON DE GENTES
Columna
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Nos sobra el dinero

Elvira Lindo

¡Desde los cinco años supo que quería ser novelista! Los biógrafos suelen atribuir tal determinación a sus biografiados que el lector siempre acaba acomplejado, como pensando que le falta empuje o vocación. A mí me ocurre que disfruto tanto asistiendo al trabajo cotidiano de la gente que inmediatamente me imagino ahí, envuelta en otros oficios: bordando en un taller de costura, restaurando cuadros de Sorolla o integrada en una troupe teatral. Puede que me falte vocación para escribir o que no haya perdido la pasión por ese juego infantil que consiste en ser otro, "vale que yo era la maestra y te castigaba", "vale que yo era policía y te rescataba". Ese tiempo verbal de un pasado que se proyecta hacia el futuro y que se repite de generación en generación, tan dulce para el adulto que lo escucha y tan útil para la maduración de los niños. Yo, inmadura sin remedio, aún fantaseo con ese tiempo verbal cuando observo otros oficios. Recuerdo haber jugado con él en el comedor de Naciones Unidas en Nueva York. Durante algunos años tuve la suerte de poder visitarlo cada vez que venía a esta ciudad. Me invitaba mi amiga Carmina, que trabajaba allí de traductora y sabía cuánto nos gustaba comer entre el bullicio multicolor de los diplomáticos y la belleza práctica y nada pretenciosa de la arquitectura de los cincuenta. A pesar de que los empleados de la ONU siempre acababan hablando en un tono desesperanzador de la organización para la que trabajan, el hormigueo de gente haciendo cola en el bufé y el zumbido constante de mil lenguas distintas, me hacía soñar con otra vida posible, aquella en la que como asesora, traductora o diplomática, me permitiera almorzar todos los días en ese comedor que disfruta de una vista espectacular sobre el East River y desde el que se ve el histórico letrero de Pepsi Cola. Pasará mucho tiempo, imagino, hasta que vuelva a sentarme allí, entre otras cosas, porque la amiga Carmina se nos murió este año y la vuelta estaría empañada por la ausencia, pero me resulta consolador pensar que cuando vuelva el comedor seguirá intacto, gastado por los pasos humanos y los anhelos frustrados de mejorar el mundo. Y frente al ventanal, adornando la orilla del río, el cartel de 36 metros de largo con letras rojas de Pepsi. Este pasado diciembre fue sorpresivamente desmontado; de inmediato, los foros neoyorquinos hirvieron ante la idea de que desapareciera para siempre algo que ya no es un reclamo publicitario sino un emblema urbano creado en 1936 por el diseñador Artkaft Strauss y que forma parte de la memoria sentimental de la ciudad. Esa presión contribuyó a que Pepsi Cola, encargada del mantenimiento del letrero, volviera a colocar esa hermosa tipografía en su sitio original. Historias como ésta hacen que cada vez me resulte más insoportable escuchar esa opinión tan manida de que los americanos conservan hasta el símbolo más pueril porque más allá del XIX no tienen nada que mostrar. Me cuadra haber dicho semejante bobada inmersa en el cacao ideológico de mi juventud. Pero uno no tiene porqué quedarse enquistado en los prejuicios, hay que hacerse a diario el propósito de observar el mundo con la mirada limpia. Y lo que yo veo cuando paseo por mi barrio, el Upper West, esa zona nada turística pero tan empecinadamente neoyorquina, es que a pesar de que Nueva York ha padecido alcaldes que quisieron destruir barrios enteros, la resistencia ciudadana ha sido tal que hoy siguen en pie las bellísimas casas de ladrillo rojo del Village, los edificios industriales del Soho o esta calle mía recoleta de casitas tan inequívocamente americanas. No ha sido fácil arrebatarle a los habitantes de esta ciudad su propia historia. Me lo recordaba la otra noche Emilio Cassinello, el que fuera cónsul de Nueva York hace unos años, "para el americano, si no es estrictamente necesario renovar algo, es mejor no tocarlo". Esta mañana, mientras caminaba por la ciudad "sin historia", con la alegría del reencuentro y la sensación de verla siempre por primera vez, percibía con más intensidad que nunca la presencia del siglo XIX y del XX en sus calles: las placas de hormigón tan singulares de las aceras, el dibujo reconocible de las verjas de los portales, las bolas verdes del metro que se iluminan de noche y son como un faro para los trasnochadores, los viejos letreros de neón. Mucho se destruyó, sí, pero tanto se ha conservado que Nueva York es hoy una ciudad llena de memoria. ¿Qué conserva mi Madrid de los cuarenta o de los cincuenta? ¿De qué podemos presumir nosotros si políticos y arquitectos conspiran a diario para barrer lo viejo de nuestras calles? Me he descubierto a mí misma este mes de junio, por la ciudad levantada que es Madrid, maldiciendo en voz alta, huyendo del martirio del taladro, preguntándome si es necesario modificar el paseo del Prado, agrandar las aceras de Serrano, cambiar la estatua de Colón de sitio, construir otra estación del AVE en Sol. Detesto ejercer de cascarrabias, no es mi carácter, pero no puedo evitar preguntarme, ¿no hay otras obras que mejoren la vida de los ciudadanos sin alterar un paisaje que contiene los pasos de los que vivieron antes que nosotros? Hasta he llegado a pensar que nos sobra el dinero.

No hay por qué quedarse enquistado en los prejuicios, hay que observar el mundo con la mirada limpia
¿No se pueden hacer obras sin alterar el paisaje que contiene los pasos de los que vivieron antes que nosotros?

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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