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PUNTO DE OBSERVACIÓN | OPINIÓN
Columna
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Por una muerte digna

Soledad Gallego-Díaz

Los presidentes de los colegios médicos de las ocho provincias an- daluzas han hecho público un confuso documento en el que se valora positivamente el anteproyecto de Ley de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de Muerte, popularmente conocida como Ley de la Muerte Digna, y, al mismo tiempo, se reclama la figura de la objeción de conciencia, de manera que los médicos puedan negarse a cumplirla.

El párrafo en cuestión es asombrosamente lioso: "Ante una norma que corre el riesgo de poder 'encorsetar' al profesional de la medicina a la hora de tomar decisiones que calificamos como trascendentales (¿?), la inclusión imprescindible de fórmulas que resuelvan las dudas de conciencia es un derecho que el médico necesita, como medio para asegurar la independencia de su ejercicio y el propio valor de sus actos". En definitiva, que un médico pueda negarse a facilitar cuidados paliativos, si considera que esos cuidados van en contra de sus valores religiosos.

La figura de objeción de conciencia prevé que los médicos católicos puedan negar la sedación a un enfermo agonizante
Sería imprescindible reconocer el derecho del paciente a saber las creencias religiosas del facultativo que le trata

La cuestión no es banal. Está claro que la ley no autorizará ni la eutanasia ni el suicidio asistido, y está claro que todos los médicos (por religiosos que sean) están de acuerdo en administrar calmantes para aliviar el dolor. Entonces, ¿sobre qué se quiere ejercer esa objeción de conciencia en el proceso de muerte?

Se trata de que los médicos católicos que lo deseen puedan negarse a facilitar la sedación terminal de un enfermo agonizante, porque esa sedación incluye, en la mayoría de los casos, la pérdida, total o parcial, de conciencia. Quieren poder negarse a administrar esa sedación (la que proporcionaba el equipo del doctor Montes en el hospital de Leganés, aceptada universalmente como una buena práctica médica), aunque ésa sea la única forma de evitar un dolor o una angustia insoportable al enfermo moribundo.

Se trata, en definitiva, de ajustar su práctica médica a las directivas de la jerarquía de la Iglesia católica, recogidas, por ejemplo, en la página web de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos. "Los pacientes deben sufrir el menor dolor posible, de manera que puedan morir con dignidad. Dado que las personas tienen el derecho a morir en plena conciencia, no deberán ser privadas de la conciencia sin que exista una razón irresistible... Los pacientes que sufran un dolor que no pueda ser aliviado deberán recibir ayuda para apreciar el concepto cristiano de sufrimiento redentor".

El derecho a morir en plena conciencia se convierte, no se sabe bien cómo, en una obligación, igual que la obligación de soportar con resignación cristiana un dolor insoportable (sufrimiento redentor), seas o no cristiano.

Si eso es así, hay dos posibilidades: negar el derecho a la objeción de conciencia de los médicos a la hora de aplicar la sedación, bajo pena de sanción, o que se consienta esa objeción de conciencia. En ese último caso, sería imprescindible reconocer también el derecho del paciente a saber, con toda claridad, qué creencias religiosas defiende el médico que le trata o que pudiera tratarle en caso de emergencia. No estaría de más que en todos los hospitales públicos y concertados figurara una lista de médicos objetores (de manera que los pacientes católicos puedan elegirlos para sí mismos y los menos convencidos puedan rehuirlos y buscar socorro en otro lado).

Lo único que se saca en limpio de la lectura del documento de los colegios de médicos es que la Junta de Andalucía ha hecho muy bien en preparar un proyecto que establezca los derechos de los pacientes y que no basta con un reconocimiento genérico, sino que es precisa una regulación detallada. Como mínimo, hace falta en Andalucía, y en toda España, una norma que obligue a los médicos objetores (a las sedaciones terminales, a la interrupción del embarazo, a la reproducción asistida o a la manipulación genética, sus grandes caballos de batalla) a proporcionar una información detallada sobre las terapias que son legales en este país y que les obligue a desviar al paciente a otro médico que no plantee los mismos problemas.

No se trata tampoco de algo banal. Una encuesta realizada con 2.000 médicos norteamericanos dio el asombroso resultado de que entre un 20% y un 30% (en su mayoría, hombres blancos que se consideraban muy religiosos) reclamaba el derecho a no decirle al paciente que existían otras posibilidades y otros médicos que podían aplicarlas. Los médicos reclaman el monopolio sobre el uso de medicamentos y tratamientos terapéuticos (un bien público), pero al mismo tiempo se creen con derecho a usar ese monopolio en beneficio de su conciencia y en desprecio absoluto de la de su paciente. Por eso hay que regular, claramente, los derechos de los pacientes y las obligaciones de los médicos. Porque en un 30% no se puede uno fiar de su conciencia.

solg@elpais.es

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