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Balance de dos años de gobierno municipal
Columna
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Una ciudad en busca de autor

"Los autores esconden las inquietudes de su creación. Cuando los personajes están vivos, verdaderamente vivos delante de su autor, éste no hace otra cosa que observar las palabras y los gestos que ellos proponen, y es necesario que él los acepte tal como son". Seis personajes en busca de autor. Luigi Pirandello.

El reencuentro con una ciudad, tras casi dos décadas de ausencias, idas y venidas, comporta ventajas e inconvenientes. Escuchando a quienes la han vivido, con pasión o desdén, desde que la llama olímpica se extinguió, uno concluye que Barcelona ya no es lo que era. Y lo que es peor: que jamás volverá a serlo. Pero, a su regreso, el barcelonés errante, liberado de prejuicios, extrae sus propias conclusiones del simple ejercicio de pasear por las calles de la capital y entre sus gentes, observando los cambios que ha operado y los que están por venir: la ciudad se está reinventando, sólo que aún no sabe qué será -o qué quiere ser- cuando sea mayor y haya completado la metamorfosis.

Más allá del regate corto, se espera de Hereu que formule un plan ilusionante, un relato capaz de dar vida a Barcelona

Porque el reproche que Barcelona se hace a sí misma, su frustrante incapacidad para dotarse de un proyecto de futuro si no va acompañado de grandes fastos, sean estos fastuosos como los Juegos o tirando a nefastos como el Fórum, constituye una verdad a medias. Es cierto que el maná olímpico sufragó la más vertiginosa de las transformaciones que la ciudad ha experimentado desde que derribó la muralla que la asfixiaba y Cerdà concibió el Ensanche, pero no lo es que desde 1992 haya padecido una parálisis esclerótica. Basta con chequear la evolución de algunos barrios -no todos-, y en particular la dificultosa gestación del 22@, para constatar que la ciudad no se cae a pedazos. Desengáñense los crédulos: ni La Rambla es el vertedero que describen algunas plumas interesadas -o no lo son más de lo que lo fueron antaño-, ni Barcelona se va por el sumidero.

¿Y si el problema fuera que los barceloneses ya no creemos en Barcelona? ¿Y si la desafección cívica fruto del individualismo rampante, la maladie du siècle que acuñó Tocqueville, se hubiera apoderado de nosotros? Es éste un fenómeno que no preocupa en otros lares, pero que aquí sí debiera inquietar. A 600 kilómetros, por ejemplo, brilla por su ausencia el orgullo de ser de Madrid, siendo aquella para muchos un mero destino profesional o una ciudad de paso más que una patria local.

Pero Barcelona ha sido siempre, mucho antes de los Juegos, un salvoconducto en el extranjero, la credencial que el catalán presentaba ufano cuando se cansaba de explicar dónde estaba Cataluña. Y aún lo es, por lo que resulta paradójico que el barcelonés se honre de serlo cuando viaja pero no ejerza como tal cuando vuelve a casa.

Urge, por tanto, resucitar ese patriotismo cívico que no hace tanto era épico. Y ahí entran en liza el Ayuntamiento y en particular el alcalde, convocado hace apenas tres años a atajar la lenta sangría electoral de los socialistas tras el exilio italiano de Pasqual Maragall. De la triunfal renuncia del alcalde olímpico se cumplirán en breve 12 años, larguísimo periodo durante el que ni el PSC ni sus menguantes socios consistoriales han acertado con el tratamiento que pudiera curar -siquiera paliar- sus males, que tampoco son ajenos a la apatía social antes descrita.

Rebasadas las tres décadas al frente de la orilla mar de la plaza de Sant Jaume, y cuando ni las encuestas ni las múltiples incertidumbres políticas que se ciernen sobre Cataluña garantizan la permanencia en el palacio vecino, el socialismo catalán fía su futuro en el ingenio Jordi Hereu para refundar un ideal municipalista que se presenta, desde hace tiempo, algo desdibujado. Más ahora, cuando la crisis ralentiza muchas obras y la deserción del aliado republicano fuerza al bipartito a aceptar componendas con la oposición conservadora, siempre al acecho.

Pero, por encima del regate corto, cabe esperar de Hereu que sepa abanderar y dar coherencia a un proyecto ilusionante que sintonice con las inquietudes ciudadanas, que recobre el orgullo de ser barcelonés. Ése es su gran reto: observar los gestos y palabras de los barceloneses, aceptarlos tal como son y lograr que todo ello cobre sentido. No bastan las reformas de la Diagonal, las Glòries o la Sagrera; es preciso que el autor construya un relato que dé vida a los personajes. Y con ellos, a la ciudad.

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