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Columna
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La Secta

Todo el mundo era consciente de que no había terminado la violencia política en Euskadi. Y si nadie se engañaba a ese respecto, el único efecto real de la existencia de ETA, la sangre derramada, iba otra vez a hacer su aparición, más tarde o más temprano. Era cuestión de tiempo. Desde el asesinato de Inaxio Uria, no ha habido que esperar mucho.

La muerte de Eduardo Puelles reproduce, como en un mantra, la enésima edición de la misma tragedia: una persona asesinada, una familia destrozada, viuda, huérfanos, dolientes amigos y compañeros. Nada que no supiéramos, nada que no hubiéramos visto ya otras veces. A la mayoría todo esto nos asquea, pero hoy existe una familia, otra familia, que lo experimenta de un modo atroz y singular: el día de ayer marcará sus vidas para siempre y esa amargura jamás tendrá retorno.

Nada queda por revelar sobre la violencia de ETA, ni sobre la vileza de quienes la practican o de quienes permanecen hoy callados, discretamente ausentes, como si esto no fuera con ellos. En las jaulas acristaladas de los juzgados, los etarras siempre asoman divertidos, sonrientes; hacen guiños a sus amigos, lanzan besos a sus novias y muestran una sonrisa cínica y dentada. Curiosa animación dicharachera para quien acaba de poner una denuncia por torturas. Pero ese teatral divertimento también señala un paisaje moral, un trastero donde hay jóvenes que maman odio y se chutan sangre ajena. Bracean en un caldo donde ni siquiera hay lugar para el maquillaje moral que se aplican los verdaderos soldados. El juego sucio que practican mencionando a los gudaris removerá los huesos de sus tumbas.

El drama de Euskadi se reduce a una agrupación sectaria de unas ciento veinte mil personas, sujetas a un vaciado ideológico y moral. Las familias han perdido el gobierno de sus cachorros; incluso se dejan llevar por los caudillos, en una indigna claudicación de sus deberes paternales. Componen una agrupación de seres extraviados, anclados en lo peor del siglo XX, paralizados en la retórica apestosa de la extrema izquierda y de un nacionalismo revolucionario de extracción tercermundista.

Han construido un subsistema de valores al margen de la ciudadanía, se alimentan de una terminología extraña, viven en un universo autosuficiente. Sus bares son distintos. Sus medios de comunicación, los necesarios. Aletean como pájaros necrófagos sobre reivindicaciones masivas hasta hacerlas suyas y ahuyentar a los bienintencionados. Si alguna agrupación del País Vasco alcanza hoy la consideración de secta es la izquierda radical, asumiendo uno de los principios fundamentales de esa clase de movimientos: construir una subcultura ajena a la mayoritaria y hacer de ella una trinchera. Más que de una ideología, hablamos de una subcultura. Y ellos lo saben, aunque no tengan el coraje de decírselo a sí mismos.

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