La verdad, sin dientes
Escribo esto sin conocer los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo. Pero si no ha barrido la izquierda -y dudo que lo haya hecho, entre otras cosas porque no está la izquierda como para entusiasmar a quienes no tengan muy claras las ideas acerca de cómo atajar lo nefasto que nos inunda-, mis palabras servirán igualmente. Es decir, para nada. Pero al menos me desahogo.
Darle un cambiazo social y decente al panorama europeo significaría, de entrada, sacarnos el pus del berlusconismo, ese mal que consentimos porque parece ajeno, pero que nos corroe. Representa lo peor de la política, lo peor del machismo, lo peor de la arrogancia, lo peor del poder, lo peor del dinero mal ganado, lo peor de la amoralidad, lo peor de la corrupción y de lo corruptor. Es Stroessner más la Mafia más la Telementira. Es asqueroso y contamina todo lo que toca.
"La mentira en la que estamos envueltos languidecía ahogada en su prepotencia"
Visité Roma en los días previos a las últimas elecciones al Parlamento Europeo, y la ciudad, empapelada con los bustos de candidatos -empaquetados, más que trajeados; de aspecto cerúleo: reconstruidos, rifatti, como dicen allí; todo cuanto el cirujano y el colágeno puedan aportar para agravar la patética apariencia-, apestaba a trámite agónico. La inútil ceremonia de las explicaciones, de las persuasiones, se desarrollaba en los canales televisivos, como ocurría en toda Europa.
Cierto, bajo la superficie -esa viscosa mugre de intereses creados, de palabras huecas repetidas hasta la saciedad; de tomadura de pelo, en suma- latía la vitalidad de los barrios más amados, esos pueblos pequeños que sorprenden y acogen al viandante menos gregario. Ángulos, callejuelas, plazas, terrazas al aire libre, vida noctámbula de vecindario: la eterna Roma, no la del Vaticano ni la del berlusconismo y sus inútiles oponentes.
Por lo demás, la mentira en que estamos envueltos -no sólo Italia; Europa, la vetusta, en general- languidecía con el peor de los humores: ahogada en su propia prepotencia. Nunca había visto yo tan claramente expuesta la parábola de esta sociedad nuestra. De un lado, los turistas, achicharrados bajo el sol, arrastrando los pies, felices comiéndose un helado o formando parte del hacinamiento festivo. Los políticos -esos políticos, quiero decir: en algún lugar existen todavía servidores públicos que merecen la pena, aunque ellos también tendrán que reciclarse- permanecían ajenos a esa realidad como las estatuas vivientes que, en Piazza Navona, recrean estúpidamente, para regocijo de los objetivos, la inmovilidad de las grandes fontane, de las, a su vez, indiferentes fontane, impávidas ante el frenesí de restaurantes recién abiertos para sacarle los cuartos al visitante, o de pizzerías y heladerías de nuevo cuño camufladas de rancios y prestigiosos establecimientos.
Rancios, y nada respetables, eran los discursos de la berlusconada, que en aquel momento de su representación -una representación que dura ya demasiado, ojalá el mal llamado Cavaliere haya sido defenestrado cuando salga esto, pero no caerá ese higo chumbo- se encontraba en el capítulo de su afición a las menores, y del bochornoso espectáculo que ofrece una sociedad en la que padres y madres se las sirven en bandeja al primer ministro, a cambio de una carrera como putiflores en televisión.
El tipo que ha conseguido la inmunidad para sus delitos -para los que no han prescrito-, que ha sobornado a jueces y que cambia las leyes a su medida, que reduce la democracia y la República a meras fachadas -estatuas vivientes, o más bien murientes, acartonadas, rígidas-, sufrió durante esos días, por su catadura sexual, un acoso al que la población debería someterle cotidianamente, pero sobre todo por sus ordalías políticas y judiciales. Ah, el chistoso ya no se lo parecía tanto a los italianos: ¡una menor! Y aunque todo el aparato del individuo y su gabinete de crisis para asuntos eróticos lanzó pronto cortinas de humo, y mentira sobre mentira recauchutaron el escudo protector habitual, tan falso como su morenez o su sonrisa, lo cierto es que el envilecimiento ha continuado en el aire, a la espera del próximo episodio que aguantará eso llamado pueblo, convertido en calzonazos.
Claro que la Europa del Parlamento británico y de nuestros propios asuntos patrios no está para poner a Berlusconi contra las cuerdas. Quizá todo empezó porque no lo hicimos, porque nadie vomitó en la frontera de lo admisible para mostrar su profundo desasosiego.
Si Il Cavaliere metiera la mano en La Bocca della Verità, se quedaría sin brazo y sin tupé. Pero la verdad recuperaría su dentadura.
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