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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Salvapatrias

Puede tratarse de nostalgia del lodo, o puro masoquismo, o quizá senilidad. O del Síndrome de los Peores Presentimientos (SPP), pero cada vez que Aznar saca un libro, publica un libro -observen que no he nombrado el verbo "escribir"-, me desboco y lo obtengo, afortunadamente gratis, pues por suerte somos del mismo gremio -el de los publicantes, no se alarmen- y se me ofrecen este tipo de gabelas.

Érase pues que se era una bella jornada madrileña, medio nublada, medio amarilla de oro joven, y yo me hallaba absorta en la lectura apasionada del último de Javier Cercas, yendo ya por la mitad, punto en el que resulta imposible de dejar, de lo mucho que atrapa. O casi imposible, rectifico. El rostro del ex presidente que no cesa en un periódico, acompañado por el anuncio de una nueva aportación intelectual suya, me hizo hacerme con las hechuras de semejante homenaje a la madre de Gutenberg. Desde que el rey de los bodorrios abandonó la gobernez por sus asuntos no me pierdo una sola de sus deposiciones u ofrendas literarias. La verdad es que, al principio, me divertía más. Creo que con el tiempo y las ambiciones ha cambiado de negro y, como resultado, en este último volumen -España puede salir de la crisis- no brilla perla alguna. Lejos de aquella perspicacia que le llevó a reconocer en Bush Jr., en cuanto le vio, a un gran estadista, y de otras incursiones en la descripción de vacuidades no menos hilarantes, este libro de ahora duerme a las orejas (cuidado, corrector: he puesto orejas, de oír, de burro, etcétera). El hombre ha entrado en la onda salvapatrias economista -el único del mundo mundial que todavía, junto con la momia de Pinochet, venera a Milton Friedman-, y el resultado es un pequeño mamo más bien treto, simplón a la par que plúmbeo.

" Tengo la certidumbre de que este país no se libra de alguien que quiera salvarlo"

Mas, ¿por qué no abandoné tal compañía? ¿Qué me impidió regresar a Cercas? El alma me lo pedía, pero el cuerpo no. Mi cuerpo, con el objeto encuadernado bajo el brazo, arrastró mi espíritu inmortal por los vericuetos del barrio de Salamanca, en cuyas librerías el rostro del gran estadistante -de hombre de Estado colocado en los estantes- se reflejaba en los escaparates, multiplicado, produciendo un efecto óptico que ni les cuento. Claro que yo, astuta, esgrimía mi ejemplar, no fuera caso que tuviera que conjurar a algunos conjurados.

En esas andaba cuando me vi frente a Zara. Coño, no había comprado nunca nada en Zara de Serrano, pero en esa ocasión pensé que carecía de una excusa razonable para rechazar al mismo tiempo los modelatas de verano y el sutil ronroneo gangoso de parte de la clientela. Un encargado encantador me besó las manos: primero la una y luego la otra, con un estilo que las víctimas del SPP íntimamente echamos en falta. El SPP, aclaro, no es sino la convicción que tengo de que Aznar un día volverá. Por eso, más que leer su obra magna, la escruto, en busca de señales.

El beso en las manos del gentil caballero tuvo el don de despertarme, de modo que crucé la calle, detuve un taxi y le conminé para que me llevara al cine en donde se proyectaba Esperpentos, de José Luis García-Sánchez. Allí encontré a Valle Inclán, a Rafael Azcona, a un plantel de actores inconmensurables, y también la dolorosa certidumbre de que este país -como algunas mujeres que preferirían seguir llevando una vida alegre- nunca se libra de alguien que quiera salvarlo.

Salí compungida -y sacudida: recobrada la sensatez- y briosamente regresé al hotel, ebria con las interpretaciones de Galiardo, Juan Diego y el resto de la compañía.

Y aquí me tienen, de vuelta. Cercada y protegida por la maestría de Cercas, acabando el capítulo en que se refiere a las afinidades entre Suárez y Carrillo, a la legalización del Partido Comunista y a los días posteriores, en que "el golpe de Estado parecía inminente".

De una forma u otra siempre han querido salvarnos. Con el uniforme o con la pulserita y la media melena, y un manual de recetas económicas más viejas que la postura del misionero.

Pero lo triste es que hay quien cree que puede ser salvado. Y lo más triste: que muchos han perdido la memoria.

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