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Columna
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Desaprovechar la crisis

En un reciente artículo, publicado en estas mismas páginas, Josep M. Montaner comentaba muy acertadamente la situación actual de las ARE, las áreas residenciales estratégicas que la Generalitat ha puesto en marcha para la construcción de nuevas viviendas económicas en todo el país. Informaba de que de un centenar de operaciones iniciadas, una tercera parte ha sido rechazada por incongruencia urbanística y normativa, por la resistencia de determinados ambientes exclusivistas del vecindario o, incluso, por la defensa solapada de expectativas de especulación.

A todas estas razones hay que añadir la que parece más significativa: muchos ayuntamientos no han aceptado el ARE que les correspondía, manifestando que no necesitaban más viviendas, sino más polideportivos, escuelas o bibliotecas. Sobraban viviendas vacías que no se venden o alquilaban, porque eran caras o porque no se ajustaban a la demanda real. En vez de construir más y deteriorar definitivamente el entorno, convenía, pues, una política de reducción de costes -sobre todo en el abusivo valor del suelo, que sólo se puede frenar con una firme política de socialización del espacio urbano- y una atención a los equipamientos que institucionalizan el bienestar social.

La solución no es construir más, sino ofrecer terreno no especulativo y sanear las bases del negocio inmobiliario

Coincidiendo con la lectura del artículo de Montaner, me llegó una información -no demasiado sólida, hay que reconocerlo, y seguramente, interpretada abusivamente a partir de una anécdota- sobre algunos procesos de adjudicación de viviendas económicas oficiales. Parece que cuando los adjudicatarios de un piso de protección oficial acuden al banco para formalizar los trámites hipotecarios, se encuentran a veces que el mismo banco les ofrece un piso del stock de pisos que ha acumulado procedentes de clientes morosos, en buenas condiciones y con menos limitaciones que la adjudicación oficial. Para conseguirlo, el banco reduce el coste de sus viviendas invendibles hasta ponerse al nivel de la vivienda pública, es decir, anulando, más o menos, los añadidos especulativos del negocio. La cuestión es que en España hay miles de viviendas vacías y miles de familias que no las pueden comprar o alquilar. Los costes excesivos provienen en buena parte del precio del suelo. Por tanto, la solución no es construir más, sino ofrecer terreno no especulativo y sanear con una nueva orientación las bases del negocio inmobiliario.

Parece que la crisis sería una buena ocasión para un cambio radical del sistema productivo de las inmobiliarias y las constructoras. Pero me temo que de esta situación no sabremos entresacar ni siquiera una estrategia sensata, porque la intención general se dirige ahora a recuperar posiciones anteriores como si no hubiera pasado nada y nada tuviera que cambiar. Se está viendo ya en otros campos; por ejemplo, en la industria del automóvil. ¿No era éste el momento de reorientar esa industria con el control de la producción, el diseño de modelos económicos y modestos, las fórmulas de menos contaminación y los consumos más reducidos? Pero las decisiones van por otro camino: subvenciones al usuario para que compre más coches y propuesta de grandes modelos con usos y velocidades extralimitadas. No hace mucho, las propuestas de la política progresista abonaban la reducción del consumo y ahora, ante el miedo de una recesión económica, ya nadie se acuerda de aquellos buenos propósitos. Se subvenciona al consumo, cuando deberíamos cambiar objetivos y estructuras productivas. Ya no hay referencias públicas a aquellos propósitos, sumergidos en la hipócrita esperanza de volver a las andadas. Y el silencio político sobre los déficit de vivienda económica de estos últimos meses, ¿no demuestra los fallos de las políticas recientes y la necesidad de proceder a nuevos enfoques que partan de la contradicción entre demanda específica y oferta equivocada? ¿Hay que seguir desaprovechando las ventajas de la crisis?

Oriol Bohigas es arquitecto

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