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Euskadi, tiempo de descompresión

El nuevo Gobierno Vasco ha sido recibido por muchos, y no sólo en Euskadi, como un experimento fundado una vez más sobre lo identitario, sólo que esta vez invertido en su sentido habitual. Para estos críticos, la entente que soporta el Gobierno se basaría sólo en el antinacionalismo vasco.

Éste es un diagnóstico que, incluso cuando se formula de buena fe, resulta superficial y apresurado, porque desconoce la lenta pero sostenida evolución del pensamiento y del sentimiento no nacionalista en el País Vasco. Una evolución que les ha llevado a alejarse de antiguos planteamientos antinacionalistas primarios y puramente negativos para profundizar en el valor de la ciudadanía como vínculo primario de la esfera pública. Patxi López no presenta hoy la ciudadanía como una alternativa al sentimiento nacional vasco, sino como una praxis capaz de integrar este tipo de sentimientos, aunque sea trascendiéndolos a otro plano diverso. Por eso, resulta probablemente más correcto leer el nuevo Gobierno como un ejercicio de verdadera descompresión identitaria que como uno de mera sustitución de hegemonías de esa naturaleza. El socialismo vasco puede hacer lo que el catalán no ha sabido llevar a cabo, salir del paradigma absorbente de la identidad, quizás porque su maduración ha sido más áspera, más lenta y más exigente.

El Gobierno de Patxi López deja atrás el paradigma de la identidad y se centra en la ciudadanía

La sociedad vasca ha vivido sometida a una fortísima presión identitaria, ejercida desde el poder político nacionalista con un doble objetivo: por un lado, el de hacer creíble una demanda incremental de autogobierno que culminaba en la autodeterminación de facto; para ello era necesario que la población percibiera como urgente y trágico lo que en realidad era más que opinable en su conveniencia y más bien aburrido en su administración. Por otro lado, las políticas fuertes de construcción nacional insistían machaconamente en los rasgos diferenciales a costa de los comunes, en lo concreto a costa de lo abstracto. Los últimos diez años han sido así la apoteosis de una sobretensión inducida desde el Gobierno, en gran parte de naturaleza artificial e impostada.

El nuevo Gobierno aporta, por el contrario, una bajada de tensión. Las acusaciones de que en el fondo practicará la política desde otra identidad diversa (la cruzada de que habla Ibarretxe) parecen responder más a una frustración que proyecta sus sentimientos en el otro que a una predicción verosímil. En realidad, es el nacionalismo el que corre el riesgo de constituirse en cruzada de oposición étnica. Porque la orientación socialista, más que en el frentismo identitario, se inspira en la teorización de Mario Onaindía acerca del posnacionalismo, considerado como una etapa en la que Euskadi se ha constituido por fin como comunidad política autogobernada en la que las tradicionales demandas nacionalistas han hallado satisfacción y cauce razonable para ejercerse en plenitud.

Por otro lado, éste es un Gobierno marcado por la necesidad, tanto en su origen como en su futuro. En su origen, porque los resultados electorales no dejaban a socialistas y populares otra posibilidad que la adoptada, salvo la de suicidarse políticamente. Y en su desarrollo, la necesidad aparece como némesis amenazante: difícilmente volverá a existir una segunda oportunidad para demostrar que el País Vasco puede gobernarse desde el no nacionalismo. Por tanto, PSE y PP se la juegan a una sola carta, no caben errores, y lo que es más importante, lo saben. No ya porque los partidos nacionalistas serán implacables en la denuncia de cuanto les disguste, que lo serán en todo caso (clamarán incluso contra lo que les guste); sino sobre todo porque la ciudadanía vasca está harta de sobretensión y sectarismo, y espera árnica identitaria. En pocas ocasiones como aquí y ahora se cumplirá tan a rajatabla la idea de que la política es el arte de hacer bien lo que de todas formas es lo único que se puede hacer.

¿Un Gobierno débil? Todos los Gobiernos desde hace muchos años han sido minoritarios en Euskadi, lo que quita peso a la acusación. Por mucho que amague en esa dirección, difícilmente se embarcará el PNV en una política de tierra quemada o de apoyo a un polo soberanista de oposición sistemática. Por ahí nada tiene que ganar, sino sólo aplazar y emborronar un debate interno siempre pendiente. Apelar a la mayoría sociológica vasca como argumento para contradecir a la mayoría democrática es tanto como aceptar que ETA y sus acólitos cuentan como ciudadanos normales, y que el PNV puede liderar a tan arriscados socios. Una ilusión sin recorrido político real. Al final, el placer por exhibir músculo patriota puede volverse en contra del nacionalismo, como la próxima huelga convocada por el sindicalismo soberanista y apoyada por Batasuna probablemente demostrará. La sociedad vasca está cansada de intransigencia, y eso se va a aplicar al nuevo Gobierno (cómo no), pero también a la oposición.

Descompresión identitaria, respeto por la legalidad y por los consensos básicos que se pretendieron superar alocadamente a golpe de referéndum, poner a trabajar a la Ertzaintza a tope en lo que sabe y puede hacer, y utilizar los márgenes de maniobra que el Cupo permite para orientar una recuperación económica. Con esos pocos mimbres se puede hacer un buen Gobierno. Un Gobierno que sea capaz de reconocer humildemente qué es lo necesario, en lugar de encandilarse con lo deseable. Pura ética de la responsabilidad.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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