El reyezuelo
Uno de los principios que mejor refleja la naturaleza humana es ese que dice: "El hombre que sonríe cuando las cosas van mal, es que ya ha encontrado a quién echarle la culpa".
El pasado 17 de marzo, la Sección Novena de lo Contencioso del Tribunal Superior de Justicia de Madrid celebraba la vista de las medidas cautelarísimas para decidir la idoneidad de la reforma de los estatutos de Caja Madrid. El asunto era de trascendencia pública y siete periodistas, ninguno de ellos de medios audiovisuales, pretendían acceder a la sala. Un funcionario informó a los presentes que por orden del presidente del tribunal, Ramón Verón Olarte, sólo podía dejar pasar a los ciudadanos-ciudadanos, pero no a los ciudadanos-periodistas.
Amparándose en que no frecuenta los tribunales y no es conocido en el Superior de Justicia, Íñigo de Barrón, redactor de la sección de Economía de EL PAÍS, intentó acceder a la vista. El funcionario que ejercía de portero le preguntó: "¿Usted quién es?". "Un ciudadano", respondió Barrón. "¿Pero periodista?", insistió el agente judicial. "Soy un ciudadano", replicó el reportero, por lo que pudo entrar en la sala camuflado de ¡ciudadano-ciudadano!
Concluida la vista, otra funcionaria se percató de la condición de ciudadano-periodista de Barrón e intentó impedir con ominosas amenazas que éste contase a los otros informadores, que habían tenido que quedarse fuera, lo que había ocurrido en la vista, por lo que todos ellos abandonaron precipitadamente el edificio.
Los siete periodistas, no obstante, presentaron un escrito de queja dirigido al presidente del Tribunal Superior de Madrid, Francisco Javier Vieira, por lo que consideraron "una decisión que menoscaba el derecho a la libertad de información consagrado en la Carta Magna". Pero éste, pura sensibilidad con el marrón de tener que reconvenir a un colega, acaba de archivar la queja, por estimar que no hay materia disciplinaria. Y eso, sin haber oído a los periodistas ni a los funcionarios, sólo con el informe de Verón. Como se puede apreciar, un crack de la ecuanimidad.
Verón culpaba de que no se hubiera permitido el acceso a los periodistas a una agente judicial que, al parecer, había interpretado mal sus palabras, porque él lo que trataba de eludir era la presencia de cámaras "para evitar posibles distracciones y poder prestar la mayor atención posible a lo que en la vista se dijese".
El caso es que desde 2004 en que el Tribunal Constitucional se pronunció sobre el tema, todas las vistas son públicas para los medios audiovisuales en las mismas condiciones que para los medios escritos. Así, se han retransmitido en directo juicios de etarras o el del 11-M, por ejemplo. Es obvio que en casos de violación o de menores o de agentes que trabajan en la lucha antiterrorista, para proteger su identidad, se puede restringir ese derecho de los ciudadanos, que no de los periodistas. Pero para poder hacerlo, el tribunal debe de razonar los motivos de esa restricción, que no deben ser arbitrarios, en una resolución escrita. Y es verdaderamente asombroso argumentar que la presencia silente de una cámara de televisión perturba a los magistrados hasta el punto de no poder hacer bien su trabajo. Tan insólito como si un torero pidiese que se desalojase la plaza de Las Ventas porque le molesta el público. Está claro que sólo los jueces pueden retorcer la ley o las sentencias de tribunales superiores en jerarquía para evitar cumplirlas y hacer que digan lo que ellos quieren que digan.
Pero es que ese día, además, no había ninguna cámara. Se había pedido un permiso genérico mientras esperaban en la calle y se había denegado, por lo que nunca llegó a entrar ninguna en el edificio y mucho menos en la tercera planta donde se celebraba la vista. Y los funcionarios que trataron de impedir a los periodistas realizar su labor al menos eran dos, así que quizá sí entendieron correctamente las instrucciones impartidas por el presidente. Escudarse en los subordinados no es el comportamiento gallardo que se espera de un juez. Parece más bien mezquino y propio de reyezuelos y tiranos.
El ilustrísimo Verón no sólo sonríe, debe de estar muerto de risa.
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