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Columna
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Siete mil años y un día

Siete mil años de historia nos contemplan, que diría el lehendakari Ibarretxe. Bueno, el ex lehendakari, que cuesta acostumbrarse. Ésa es la imaginaria cifra de la datación del "pueblo vasco"; un número redondo, rotundo, sólido como una piedra que el harrijasotzaile Ibarretxe se levanta al hombro, como si tal cosa, cada vez que tiene ocasión. Lo levantó, sin ir más lejos, hace unos días para consolar a una señora que lamentaba su inminente despedida: pero señora, qué son unos pocos años en la oposición, si siete mil años de historia nos avalan.

En efecto, no sé cómo no utilizan más a menudo ese argumento para hacer más llevadero este trance. Resulta que el pueblo vasco ha subsistido tan ricamente sin tener ningún tipo de autogobierno ni conciencia clara de su identidad durante tan largo, largo periodo de tiempo, y ahora, en el milenio octavo, con tanto autogobierno, tanta conciencia y tantas políticas activas de protección del euskera y de la cultura vasca, si no gobierna el PNV, resulta que estamos a punto de desintegrarnos. Pues sí que es mala suerte, oye.

Veo por la mañana en la ETB parte del pleno de investidura. Oigo hablar a Ibarretxe del "giro españolista" que supone el Gobierno del PSE, con un acuerdo de estabilidad con el PP; un acuerdo que, por supuesto, no es para construir, sino que supone una "cruzada para destruir" y un "intento serio de anulación de nuestra propia identidad nacional", de "nuestras señas de identidad como Pueblo". Una réplica indirecta a lo que Patxi López había afirmado una hora antes: "En Euskadi conviven diferentes formas de entender la cultura, la identidad. Y en nuestra sociedad tiene esto mucha más importancia que en otras. Somos así los vascos. Mi Gobierno no impedirá a nadie ser como quiera ser o tener la identidad que prefiera tener". Y más adelante: "los socialistas renunciamos a imponer al conjunto de la ciudadanía vasca nuestra forma de entender la identidad. Pero mi Gobierno garantizará que los socialistas, los nacionalistas o los que no sean ni lo uno ni lo otro, puedan reivindicar, para sí mismos, la identidad que prefieran".

Oigo a López citar a Lauaxeta, a Joseba Sarrionaindia, a Fernando Aramburu, a Mario Onaindia, a Ramón Saizarbitoria. No puedo evitar pensar que las citas (especialmente las literarias, de las que carece la alocución de Ibarretxe) aportan emoción y calidez a su discurso. Frente a la fría y protocolaria "solidaridad con las víctimas del terrorismo" que lee escuetamente Ibarretxe, López afirma que la reivindicación de las víctimas no es sólo un deber moral, sino también un punto de partida necesario para nuestra redención colectiva; para luchar, en palabras de Aramburu, contra "el olvido calculado tras el cual acecha el futuro revisionista, borrador profesional de huellas, el manipulador de datos, el negador venidero de cuanto ocurrió". La historia, en efecto, nos contempla.

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