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Columna
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Vigilando el granero

Richard Serra es un gran escultor y uno puede suscribir la definición que él mismo nos ofrece de su obra: "Mi escultura es sobre el tiempo, el espacio y el movimiento de una persona, no es un objeto". Serra es, además, un artista, como se encarga también él mismo de recordárnoslo en una entrevista reciente en este periódico. Hay cierto orgullo, en esa su definición como artista. Y el fundamento de esa categorización suya es tan antiguo como la modernidad misma. Es lo que le sirve para diferenciar lo que él hace de lo que hace un arquitecto, al que le deniega la condición de artista. Lo que diferencia a un escultor de un arquitecto es la ausencia en el primero de utilidad alguna en el propósito de su obra. Un escultor hace cosas, ya que no objetos, inútiles, algo que le está negado por naturaleza a un arquitecto. Celebro este orgullo, que suena tan antiguo, sobre la autonomía y la inutilidad del arte, aunque percibo en él un desplazamiento, éste sí posmoderno, del aura del objeto a la del sujeto; en este caso concreto, de la de la obra de arte a la del artista que la realiza.

Colocar al sujeto en el centro de lo que percibe, es decir, convertirlo en el objetivo, ya que no en objeto, de la obra de arte, me parece una tarea encomiable, pero encierra sus dificultades. Lo podemos ver en lo ocurrido con la desaparición de su escultura Equal Parallel / Guernica-Bengasi, propiedad del Reina Sofía. La escultura, de 38 toneladas de acero, no es fácil de ocultar, si bien siempre pudimos pensar que se hallara en manos de algún adorador que la guardara para su contemplación exclusiva. ¿Contemplación? En la obra de Serra no cabe la contemplación, sino la experiencia del sujeto. Lo fascinante es la revelación que ahora se nos hace de esa experiencia. "Lo más probable", nos dice su autor, "es que, sin saber que era una obra de arte, la hayan usado para construir un edificio o una autopista". La obra de arte ha sido utilizada, pero es que además no ha sido reconocida como tal. De haberlo sido, no la habrían utilizado, de modo que habría mantenido su estatus, pero si no la reconocieron y fue utilizada, ¿por qué es una obra de arte?

La respuesta a este dilema la podemos hallar en la categórica afirmación de Serra de que "el arte no es democrático", es decir, que su valoración no está al alcance de todos. No estoy seguro de que esa afirmación no sea contradictoria con su concepción de la escultura centrada en el sujeto. Y quizá la auténtica respuesta haya que buscarla en quienes vigilaban el granero, como dice él, esto es, en los responsables del museo. En cuanto sale de la vigilancia de la institución, el arte actual se vuelve problemático en su propio estatus. ¿No serán las instituciones y los artistas los que han asumido el aura de la que ha sido desprovisto, hasta desaparecer como tal, el objeto artístico posmoderno? Y, sin embargo, Richard Serra es un gran artista. Lo digo plenamente convencido.

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