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Columna
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El hermano mayor

Josep Ramoneda

Pasó la visita del hermano mayor y, como era previsible, hubo más espectáculo y ruido mediático que acuerdos concretos. Los diputados españoles tienen la suerte de que en su mayoría sólo oirán a Sarkozy una vez en la vida. Seguro que si tuvieran que verlo cada día un montón de veces en la tele como los ciudadanos franceses, no les habría entrado este ataque provinciano de fascinación ante el show personal del presidente de la República Francesa. Los ciudadanos franceses saben por experiencia lo que los diputados españoles parecen ignorar: que Sarkozy habla mucho pero hace bastante menos. La distancia entre las promesas verbales del presidente a propósito de la conexión eléctrica y ferroviaria entre los dos países y el texto del comunicado conjunto es elocuente. Se dice, en Francia, que Sarkozy sale cada cuarto de hora en la televisión y cada media hora pierde cuota en los sondeos de opinión.

La visita de Sarkozy dejó claro que la política internacional española depende más que nunca de Francia

La significación política de la visita de Sarkozy pasa por dos puntos. En primer lugar, los dos protagonistas principales: el presidente francés y el presidente del Gobierno español. Sarkozy vive en la melancolía de los seis meses de su presidencia europea: su gran momento de gloria. Venir a España a dar consejos de hermano mayor a quien ocupará la presidencia europea a principios del año próximo, sabiendo que será escuchado con devoción y reconocimiento, ha sido un chute de autoestima en un momento en que la agitación social crece en Francia. Zapatero, desbordado por el paro, con dificultades para salir del atolladero en que se metió con su ninguneo de la crisis, y sin la energía o la voluntad necesaria para arrancar en política internacional, a la que tiene inexcusablemente que dedicar mayor atención, ha encontrado en la visita la oportunidad de codearse con uno de los grandes y demostrar una especial empatía con alguien del que el PP creía tener el monopolio de la representación en España. Pero Sarkozy no es de nadie más que de sí mismo. Y por eso, a veces, algunos se sorprenden de lo reaccionario que puede llegar a ser -por ejemplo, con sus apelaciones patrioteras o con su censo de inmigrantes- y, otras veces, otros se sorprenden de que asuma temas de los programas de la izquierda que la derecha española -ella siempre tan inmovilista- sigue considerando tabúes, como la lucha contra el calentamiento global o el rechazo a los productos de países "que no respeten las reglas medioambientales, morales o sociales". Sarkozy es un presidente bulímico obsesionado en comer de todos los platos que se sirvan en la mesa de la política.

El segundo factor político del viaje ha sido la afirmación del momento de extraordinaria sintonía que viven las relaciones entre España y Francia. De lo mal que habían ido las cosas en el pasado da cuenta el hecho insólito de que se tenga que agradecer con entusiasmo la colaboración de Francia en la lucha contra ETA, algo que debería darse por supuesto siempre. Antes de que Sarkozy rompiera con la tradición gaullista de la derecha francesa, siempre dispuesta a sospechar de Estados Unidos, le había oído decir a Javier Solana que la política extranjera española tenía que conducirse bajo el principio de hacer lo mismo que Francia pero un poquito menos. El atlantismo de Sarkozy -menos incondicional de lo que parece, véase Turquía- podría hacer pensar que ahora España tendría que hacer lo mismo que Francia pero un poquito más. Nicolas Sarkozy se ha encargado de ponerlo difícil desde el primer instante. De ahí que la carga política de sus discursos estuviera en la lista de consejos al joven presidente español.

Sarkozy, con su hiperactivismo y su incapacidad para guardar las distancias que la función presidencial requiere, ha dejado huérfanos a los franceses que siempre habían visto al presidente de la República como un gran padre. Su papel es más impertinente. Es el del hermano mayor que trata de encauzar las vidas de los hermanos pequeños. De modo que Francia ya no ningunea a España, pasó el tiempo de los discursos pour l'Espagne et le Marroc, pero Sarkozy quiere seguir tutelándola. Y no con la discreción del amigo sino con la suficiencia del primogénito. Da por hecho que España tiene plaza fija en el G-20, pero dejando claro quién ha sido el promotor y a quién se debe el reconocimiento. Se permite anunciar las que deben ser las claves de la presidencia europea española, de modo que su disposición a ayudar no disimula la voluntad de tutelar. La visita de Sarkozy a España ha dejado una cosa clara: la política internacional española depende más que nunca de Francia. Salvo que Zapatero, todavía bastante inédito en la materia, sepa construir puentes al margen de los franceses, por ejemplo, con Obama. Y con Turquía.

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