El sitio de José Guerrero
Cuando José Guerrero volvió a Granada a principios de los años ochenta su cercanía personal fue una revelación para unos cuantos jóvenes con inquietudes de distinto signo que teníamos en común el ansia de asomarnos al mundo y la vocación de no dejarnos acogotar en nuestras ambiciones inventivas y vitales por el peso melancólico de la provincia. La afición de cada uno -la poesía, la pintura, la novela, el diseño- importaba menos que el propósito compartido de lograr algo que no se pareciera a lo que ya existía, y que nos vinculara a la vez con el lejano mundo exterior y con los escasos pero resplandecientes modelos de modernidad que habían sucedido en otros tiempos igualmente lejanos en la ciudad donde vivíamos: Lorca, Falla, el festival de cante jondo de 1922, José Guerrero. De Guerrero habíamos visto algunos cuadros de una belleza y un radicalismo visual que cortaban el aliento y sabíamos que había vivido en Nueva York durante muchos años. Nueva York era el tercer punto en el triángulo fantástico de nuestros sueños modernos: allí había estado también García Lorca, y de allí había vuelto transformado en su vida y en su literatura; y en Nueva York había pintado Guerrero sus cuadros tremendos sobre la fosa de Víznar, invocando desde lejos, y con una pintura que rompía los límites de la abstracción y la figuración, el escenario primordial del crimen.
De pronto Guerrero estaba entre nosotros. Había vuelto y para nuestra sorpresa, viniendo tan cargado a nuestros ojos de toda su leyenda de viajes y reconocimientos internacionales, carecía por completo de arrogancia, y era más accesible que muchos vanidosos coronados por una gloria estrictamente local. Guerrero, que había sido un modelo de artista moderno y de fugitivo de la ciudad y de España, resultó ser también un hombre que sabía volver y que sabía y quería escuchar a los que éramos mucho más jóvenes, sin que hubiera en él esa sombra corruptora del maestro que acoge a unos cuantos discípulos para recibir su halago y envanecerse en su cándida o interesada admiración. Guerrero tenía una naturalidad de clase trabajadora española fortalecida por el aprendizaje de la naturalidad americana, igual que hablaba con un deje granadino matizado por inflexiones del inglés de Nueva York. Los empleados del Auditorio Manuel de Falla, en el que yo le ayudé a montar alguna exposición, le llamaban afectuosamente "el maestro Guerrero", como si hablaran de un maestro carpintero o un maestro marmolista, y él tenía unas manos hermosas y fuertes de artesano. Como es habitual en España, algunas personas le tuvieron menos respeto del que merecía porque no era insolente.
La misma generosidad que tuvo con los que nos acercábamos a él en aquellos tiempos la mostró a la hora de ceder su legado, y en ese propósito fue secundado por su mujer y sus hijos. José Guerrero quería que una parte sustancial de su obra pudiera quedarse en Granada, pero también quería que sirviera no tanto de monumento a su memoria como de escuela y de revulsivo para la gente joven con vocación de aprender. Él se acordaba de su formación precaria como artista, en la vieja Escuela de Artes y Oficios, y del consejo que le había dado Federico García Lorca, al enterarse de que era alumno del untuoso pintor academicista y orientalista Gabriel Morcillo: "¡Tira los pinceles y vete de Granada!". Para formarse, un artista joven necesita modelos de primera magnitud que le abran los ojos a su tiempo. Guerrero quería que si sus cuadros estaban en Granada sirvieran para establecer un diálogo con el arte de sus contemporáneos y con el que fuera surgiendo del mismo impulso de descubrimiento que lo había alimentado y guiado a él. Quería, en el fondo, que aquel instinto de curiosidad y conversación que a nosotros nos había hechizado lo continuara su obra cuando él estuviera muerto.
Durante diez años, el Centro José Guerrero de Granada ha cumplido esa tarea. Todo el país está lleno de ampulosos museos regionales y comarcales de arte contemporáneo que tienden a carecer de contenido y de norte, entre otras cosas porque no hay en el mundo entero creatividad suficiente como para llenar tantas salas. El centro José Guerrero tiene las dimensiones justas y ocupa el lugar exacto, no sólo físicamente. Emerge como una sorpresa de alta dignidad visual y ascetismo moderno en los recovecos morunos de la Granada más turística. A espaldas de los muros poderosos de la catedral y la Capilla Real y rodeado de tiendas de souvenirs donde lo mismo se compra una fuente de los Leones de plástico que una muñeca flamenca o un sombrero mexicano, el Centro José Guerrero esconde muy granadinamente sus tesoros, en un viejo edificio que fue el del periódico Patria, rehabilitado con un talento plástico que es más refinado porque no quiere llamar la atención sobre el trabajo de los arquitectos que lo hicieron, sino sobre los cuadros mismos que acoge. En esos muros el universo visual de José Guerrero resalta de una manera poderosa: su sentido rotundo de la composición, el vigor de una gestualidad aprendida donde había que aprenderla hacia los años cincuenta, en el Nueva York de Pollock, de Kline, de Motherwell, de Rothko.
Al cabo de diez años de trabajo riguroso, de presencia discreta y fértil en una ciudad en la que si algo no abunda es el gran arte internacional del último medio siglo, el Centro José Guerrero afronta no una celebración, sino una crisis. Tal vez porque ha funcionado admirablemente, las autoridades de la Diputación Provincial, de la que depende, han decidido que van a disolverlo en una confusa Fundación Granadina de Arte Contemporáneo, de la que hasta ahora lo único que se sabe es que no cuenta con ninguna credencial técnica ni con la aprobación de los hijos de José Guerrero, que cedieron sin contrapartidas hace diez años lo que era su patrimonio personal para cumplir la voluntad expresada por su padre, y que ahora están recibiendo a cambio no sólo ingratitud sino insinuaciones calumniosas. En España hay muchos escándalos que se mantienen en silencio, y uno de ellos es el mangoneo político en asuntos culturales. A los extranjeros les cuesta mucho entender que la naturaleza de un museo o su línea de exposiciones dependan de la voluntad o del capricho del poder político. José Guerrero quiso volver a Granada y que su obra permaneciera en la ciudad cuando él ya no estuviese. Ahora las autoridades provinciales, en nombre de no se sabe qué enjuagues políticos, parecen resueltas a expulsarlo o al menos a tergiversar gravemente su legado y su testamento. El José Guerrero que nosotros conocimos no se merece ese trato.
Babelia
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