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Columna
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La foto de Saturnino

Cansado de la civilización estuve estos días paseando por las brañas de Laíño, cruzándome de vez en cuando con algún ilustre vecino que luchaba contra el colesterol andando a paso ligero y con bastón de caminante xacobeo por ese camino iniciático que va desde Bexo hasta Padrón recorriendo la ribera del Ulla, desde las parroquias de San Xoán de Imo, pasando por San Xián de Laíño, hasta Santa María de Dodro. Unas dos leguas propicias para la ensoñación, la reflexión y, por supuesto, indicada para los pacientes de melancolía, como es mi caso, o que sufren los males de una dieta consagrada al cerdo y otras sustancias poco amigas de la esbeltez como las patatas o la caña del país, que este paciente abandonó para, ironías de la vida, refugiarse en la adolescente adicción a las chucherías. Unas cuantas caminatas que me sirvieron para no extrañar la ruidosa y cada vez más inhóspita ciudad donde vivo, mostrarle al pequeño Nicolás un buen catálogo de animales domésticos y recorrer con la vista un poco cansada las páginas del diario local que llega a la Casa do Seixo con el pan de la mañana.

El viejo comerciante de Os Peares vio colmado el destino de su hijo, rodeado de sus poderosos amigotes

Coincidí a mi pesar con la toma de posesión de Feijóo en el Obradoiro y puede leer bastantes páginas acerca de esa presunta austeridad de su nuevo gobierno (los Citröen a la puerta como viejos tiburones) que a mí me ahogó en un pozo de aguas lacustres. También me resultó un poco cruel observar a los perdedores de hace unos días sentarse en las bancadas a escuchar las promesas de cuatro años por delante y ver las refriegas que entre el nacionalismo ha estallado entre irmandiños y miembros de la U. Debieron ser las iluminaciones del mar de carabeles que poblaban los campos, el sonido del viento en abedules y cañaverales, la paz de la aldea, pero la cosa me interesó más bien poco como si, después del fragor de la batalla, tuviera la sensación de que tardaremos mucho en bajar del monte y presentar batalla.

La única emoción en esa ceremonia gris y en esos discursos grises fue el rostro de Saturnino Núñez, padre del nuevo presidente, a quién envío desde aquí mis respetos. En ese hombre estaba lo que Cartier-Bresson denominó el momento decisivo de la fotografía, ese instante único que lo detiene todo y que guarda para la posteridad una simbología tan escurridiza como una lamprea. Saturnino, como mi padre, como miles de gallegos de su generación, expresaba en su rostro arrugado de hombre de campo, la vieja orografía de la piedad gallega que retrataron Manuel Ferrol o Virxilio Vieitez, que dibujó Castelao, y que reaparecía no con orgullo sino con la mayor humildad en la ceremonia de toma de posesión de su hijo, ante la fachada del Obradoiro, como si esa larga noche de piedra estuviera todavía adormecida en algún rincón de esos ecos de iglesia, de universidad, de peregrino que se oyen por la plaza.

Me emocionó el padre y no me emocionó nada el hijo. Así es la vida. Reconocí durante un fogonazo de tiempo el sacrificio del padre y para nada el sacrificio del hijo que se abrazaba a Esperanza Aguirre, a quien sufro como ciudadano madrileño, y al presidente de Iberdrola, a quien pago caro tributo. Vi claramente la función: el viejo comerciante de Os Peares viendo finalmente colmado el destino de su hijo (todos nuestros padres quisieron un "destino" para nosotros) y éste rodeado de sus nuevos y poderosos amigotes. Triunfaba el vástago, pero nadie podía redimir las penurias de Saturnino y ese extrañamiento que se produce cuando situamos en el mismo plano de la fotografía a un queixo do país y una blackberry.

Así es la Galicia que nos embarga. Un poderoso cordón umbilical que nos religa con un poderoso pasado labriego, casi feudal, y ese futuro incierto al que ningún político ha dado mayor explicación en el que todo parece edificarse a través de un tren de alta velocidad, de un concurso de molinos de viento, o de un mausoleo destinado a ser Cidade da Cultura. Ojo con los símbolos, porque de ellos depende la concordia y el bienestar, más de lo que pensamos. Ojo con ese momento decisivo en el que Saturnino ve a su hijo coronar la cima. ¿Sabrá Alberto Núñez Feijóo interpretar esa foto, esa arruga, ese monumento de piedra?

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