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Columna
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Visitar al griposo

Es la secuela de esta equívoca estación, que nos engaña una y otra vez con su equipaje floral y su fingida templanza, tan arteramente cantada por los poetas. La primavera, más bien, es la coartada de la industria farmacéutica que en sus maniobras deja al mísero cuerpo humano a merced de esa plaga, firmemente instalada entre nosotros. Pasaremos la crisis, nosotros o nuestros descendientes, pero ahí estará la gripe agazapada para desnivelar la balanza laboral.

En otros tiempos era casi bienvenida, porque fomentaba algo que ya se ha perdido en Madrid y supongo que en el resto del mundo: un mal rara vez mortal, unas minivacaciones con la nariz goteante y los riñones doloridos, el "trancazo", tan bien definido con esa palabra. Con varias compensaciones: la estancia prolongada entre las sábanas, el cuidado de nuestros prójimos y lo que también se ha desvanecido: la visita de familiares y amigos para interesarse por nuestra salud y tranquilizar las conciencias, en la creencia de que la visita quedaría empatada con la que tendríamos que hacer en su día.

El ritmo de la vida actual ha encallecido las relaciones personales y la existencia privada dejó de compartirse

El ritmo de la vida actual ha encallecido las relaciones personales y la existencia privada dejó de compartirse, ni siquiera en estos días griposos de escasa gravedad. Males de otra entidad se resuelven en los hospitales y la gente ya no se muere en su casa.

En aquellos viejos días vividos, cuando una persona conocida caía enferma era indeclinable deber social visitarla, quizá reminiscencia del cristianismo y del precepto de acompañar al afligido. Había horas, días, protocolo para ello, concertado por la costumbre, que el infeliz doliente había de soportar, aunque es casi seguro que sintiera profundo disgusto al no ver caras conocidas a su lado, preparada la casa, el refresco, el té o el chocolate para la ocasión. Hoy vivimos en lugares estrictamente precisos y los dormitorios apenas tienen más espacio que el que ocupan la cama, el armario, empotrado o no, y algún descalzador. Ya ni siquiera el médico de cabecera viene a sentarse sobre el mismo colchón, dejando el maletín en una butaquita. A la menor oscilación del termómetro nos precipitamos hacia las urgencias hospitalarias, para quejarnos por estar en un pasillo durante horas.

En la mayor parte del primer tramo de mi vida ha estado pocas veces enfermo y recordaré siempre con emoción la visita parsimoniosa y lenitiva que me hacía don Pedro Mourlane Michelena, mucho mayor que yo, acomodado en una silla que le traían, y me regalaba su tiempo contándome historias apasionantes de su vida de escritor y viajero, entreteniendo mi gripe. Vivía muy cerca, en la calle de Bravo Murillo, y yo en Fuencarral, junto a la glorieta de Quevedo.

El enfermo, si trabajaba fuera del hogar, reanudaba lazos de la vida familiar y, quizá iniciada la rápida convalecencia, terminaba un libro de difícil lectura. Al menos en mi caso me ponía morado, hidratándome con agua de limón casera.

El hospital tiene la desventaja de compartir habitación con otro desdichado, problema en vías de solución. Es seguro, hay enfermeras al otro lado del timbre y, mientras tanto, sería acertado que en la exploración clínica se averiguara la compatibilidad de los compañeros de habitación en cuanto a los programas televisivos. La divergencia puede provocar trastornos depresivos, catalogables entre las enfermedades iatrogénicas ambientales. El teléfono móvil conserva las ventajas e inconvenientes que produce en cualquier lugar y es recomendable que el enfermo viva alejado de su estridencia e inoportunidad.

La gripe apenas se evita con la vacuna, aunque mitigue y reduzca notablemente sus efectos. Hablar de esta permanente epidemia resulta aburrido y ha dejado de ser un mal doméstico. Ya no se estilan las visitas a los griposos, ni vestir al desnudo y, pese a la caída del precio de la vivienda, dar posada al peregrino. Ahora somos una pesadumbre para la Seguridad Social, en especial los viejos que rescatamos con creces las aportaciones pasadas. Nuestras toses cavernosas son la sinfonía inacabable en el abarrotado recinto de las urgencias, especialmente en esta época cruel de la pavorosa primavera. Guardémonos de los idus de marzo, la lluvia de abril y los hipócritas soles de mayo.

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