Ya sólo queda el talante
Diversas son las lecturas que cabe hacer de la remodelación gubernamental llevada a cabo por el presidente Rodríguez Zapatero en plena Semana de Pasión. Si tomamos como referencia el binomio Gobierno-partido socialista, por ejemplo, no tiene precedentes la presencia simultánea del presidente del PSOE (Manuel Chaves), del secretario general y del vicesecretario general (José Blanco) en el Ejecutivo, dejando el aparato de Ferraz a cargo de una Leire Pajín con apenas nueve meses de antigüedad como secretaria de Organización. A eso se le llama poner todos los huevos en el mismo cesto.
Desde una perspectiva territorial, es difícil evitar la sensación de que el Partit dels Socialistes de Catalunya ha perdido influencia y peso relativo en el nuevo Gabinete. Ciertamente, los dos ministros del PSC (Chacón en Defensa y Corbacho en Trabajo e Inmigración) conservan sus carteras; pero, al mismo tiempo, crecen -ya sea en términos cuantitativos o cualitativos- las ya considerables cuotas gallega, andaluza y, sobre todo, madrileña. La dimisión del secretario de Estado de Economía y frustrado recambio de Solbes, el barcelonés David Vegara, mientras el enredo de la financiación sigue sin resolver, es otra mala noticia para el partido domiciliado en la calle de Nicaragua. En fin, tiene gracia que el guiño catalán del Gobierno renovado sea el nombramiento de un convergente a quien los suyos desdeñaron -Ignasi Guardans Cambó- como director general de Cinematografía.
Teniendo la crisis como coartada, Zapatero parece haber resuelto dar definitiva sepultura a la "España plural"
Pero no se trata sólo, ni principalmente, de fijarse en los lugares de nacimiento o residencia de los nuevos ministros. Es, sobre todo, una cuestión de sensibilidad y de discurso. En cuanto a la sensibilidad, no demuestra mucha hacia las nacionalidades periféricas haber nombrado ministra de Cultura a la señora Ángeles González-Sinde, que el año pasado expresó su simpatía hacia el Manifiesto por la lengua común promovido desde el ultraespañolismo de Unión, Progreso y Democracia (UPyD) con el respaldo de lo más granado del PP y de la Brunete mediática madrileña.
Para justificar tal postura, la futura ministra declaró entonces: "Existe marginación del castellano en algunas comunidades, aunque pueda sonar políticamente incorrecto. Hay autonomías donde los niños saben desenvolverse sólo en su lengua materna". ¿Opina lo mismo hoy?
Tampoco pasará a los anales del tacto político, de la finezza, la elección de Manuel Chaves como ministro de Política Territorial -es decir, como hacedor de consensos entre 19 comunidades, como juez del zoco autonómico- después de haber sido a lo largo de dos décadas parte, en su calidad de presidente de la mayor y más poblada de dichas comunidades. Un Manuel Chaves que acababa de lograr el pago de la llamada "deuda histórica" andaluza mientras la Generalitat sigue aguardando una propuesta decorosa de financiación. Un Manuel Chaves que, al despedirse como presidente de la Junta, advirtió: "Nunca me olvidaré de Andalucía, y menos desde el Gobierno de España". ¿Se imaginan ustedes el escándalo si cualquier ministro catalán dijese algo así en su toma de posesión?
Lo más preocupante, con todo, es el nuevo discurso. Teniendo la crisis económica como coartada inobjetable, José Luis Rodríguez Zapatero parece haber resuelto dar definitiva -y laica- sepultura a aquella retórica más o menos girondina de la "España plural" para, transmutado en jacobino (ya se sabe que los principios doctrinales no han sido nunca su principal preocupación), echar el cerrojo a las reivindicaciones territoriales, a las continuadas demandas autonómica de más competencias y más dinero. Los mots d'ordre que ahora emanan de La Moncloa son cooperación y cohesión; cohesión incluso física, al servicio de la cual el revalorizado Ministerio de Fomento desplegará nuevas autovías y nuevas líneas de AVE.
Bien, discúlpenme ustedes la comparación -que a algunos se les antojará casi sacrílega-, pero algo muy semejante es lo que pretendió hacer José María Aznar a partir del año 2000, una vez provisto de la mayoría absoluta: cerrar de una vez el proceso autonómico, fortalecer el papel de la Administración central, potenciar los elementos vertebradores o cohesionadores de España (lo que en su caso era el Plan Hidrológico Nacional ahora serán los trenes y las carreteras de Pepiño Blanco) y, como hito simbólico, desalojar al nacionalismo vasco de Ajuria Enea para instalar en el palacete vitoriano a un lehendakari "constitucionalista".
No, no estoy diciendo que la política territorial e identitaria del PSOE de Rodríguez Zapatero vaya a ser, a partir de ahora, una fotocopia de la del PP de Aznar entre 2000 y 2004. Se diferenciarán en el estilo, en la gestualidad, en el talante. El caso de Euskadi puede servirnos de ejemplo: en la primavera de 2001, Aznar intentó poner allí como presidente al apocalíptico Jaime Mayor Oreja sin ahorrar pólvora dialéctica y fracasó; ocho años después, Zapatero, suaviter in modo, logrará entronizar en Vitoria al discreto Patxi López tras una campaña light. Pero la meta final proyectada entonces y alcanzada ahora es la misma: acuerdo de gobierno entre los dos partidos estatalistas y programa centrado en desmantelar las políticas educativas, lingüísticas o de medios de comunicación aplicadas hasta hoy por el nacionalismo democrático vasco.
A Aznar le perdía la retórica españolista y a Zapatero le salva el gesto afable, el talante. Gracias a él, en nombre de la lucha contra la crisis, está imprimiendo a su gestión de gobierno un giro neounitarista que, con algo de suerte, conseguirá hacer tragar no sólo al PSC, sino también a sus casi 1,7 millones de votantes catalanes.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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