Pugna de identidades
En mi primer libro, Nihilismo y acción (1970), incluí un ensayito sobre Moby Dick cuya lectura aún sigo soportando sin mayor sonrojo. Empezaba así. "Cada hombre se parece más a todos los hombres que a ese arbitrario y simple fantasma que llamamos él mismo". Expresa una convicción que he ido reforzando con los años. Aunque ahora esté de moda insistir en que la riqueza humana es nuestra inagotable diversidad y hasta nuestras irreductibles diferencias culturales, siempre he creído que lo verdaderamente precioso para nosotros -intelectual y prácticamente- es nuestra fundamental semejanza. Gracias a ella podemos comprender las necesidades y anhelos de los otros, colaborar con ellos y aprender de todos, traducir ideas y compartir las historias o los poemas. Somos seres simbólicos y por tanto hechos para resultar inteligibles los unos para los otros. Nuestras distintas formas -Holderlin dijo: "el espíritu gusta darse formas"- son la vivacidad de nuestra condición, pero lo que tenemos en común es su fundamento. Por ejemplo, es mucho más esencial que todos los humanos posean lenguaje que el que hablen esta o aquella lengua...
Siempre he creído que lo verdaderamente precioso para nosotros es nuestra fundamental semejanza
Parece hoy haber una pugna tenaz entre las identidades culturales y la aspiración a una universalidad humana. Desde postulados de la Ilustración, que tan bien conoce, Tzvetan Todorov sostiene en su último libro -El miedo a los bárbaros (Galaxia Gutenberg)- que la auténtica barbarie consiste en regatear a los distintos su plena humanidad, mientras que la civilización es descubrir lo que compartimos bajo la diversidad folclórica. Aunque nadie tiene el monopolio de ninguna de estas calificaciones: "lo bárbaro y lo civilizado son los actos y las actitudes, no los individuos y los pueblos". En cuanto al tema de las identidades que cada cual endosamos (y que son múltiples, salvo que alguna haga metástasis y se convierta en maníaca), Todorov distingue tres: la identidad cultural (lengua, religión, tradiciones), la identidad cívica (pertenencia a un Estado como ciudadano) y la adhesión a un proyecto común de valores universales. Las tres son compatibles, pero no intercambiables. Y no todas podemos "sentirlas" por igual: "Amamos (u odiamos) nuestra lengua, el lugar donde crecimos, la comida que nos preparaban en casa, pero no 'amamos' nuestra Seguridad Social, nuestro fondo de pensiones o el Ministerio de Educación. Sólo les pedimos poder confiar en ellos".
Sobre la cuestión de las identidades el mejor libro que he leído en mucho tiempo es el de Amy Gutman, La identidad en democracia (ed. Katz). Estudia las ventajas que las identidades colectivas pueden aportar a quienes las adoptan y a la promoción de ciertas ideas o formas de vida, pero señala también que "el respeto por las personas implica no respetar la tiranía que ejercen las mayorías o las minorías culturales y no considerar a las culturas como todos homogéneos". En democracia, la supervivencia de grupos o tradiciones culturales no se puede comprar al precio de la limitación de elección de los individuos. Éstos deben ser educados para poder optar por cambiar de fidelidades y para salir sin perjuicio o trauma de la que en un principio les tocó en suerte.
Filósofo y también sinólogo reputado, Françóis Jullien ha escrito un tratado De l'universel (ed. Fayard). Distingue entre lo universal y lo uniforme, que para él es sólo una exigencia de la producción estándar de bienes elevada a categoría moral. Para evitar la hipóstasis de fetiches etnocéntricos, lo universalmente humano debe ser una aspiración y una exploración, no algo fijo de antemano según patrones excluyentes. Incluso los derechos humanos tienen más fuerza virtual como motivo de resistencia frente a atropellos que como código cerrado de una vez por todas. Un debate apasionante que sigue abierto... salvo para quienes se arrellanan en la poltrona de sus dogmas.
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