Cuestión de fe

Cumplir años tiene una gran ventaja, que es seguir aquí para contarlos, y muchos pequeños inconvenientes, como la presbicia, las tallas inconfesables, las malas digestiones y el exceso de información. A cierta edad, una conoce ya a mucha gente, desde hace mucho tiempo, y esta circunstancia, lejos de resultar ventajosa, se convierte en una fuente de inquietud en situaciones como el tumultuoso cambio de Gobierno que ha arrebatado a cofradías y penitentes los titulares de la semana pasada.
Ser joven implica, entre otras muchas bendiciones, no haber oído nunca hablar de los ministros que entran en un Gobierno, y sin embargo, no lamento la edad que me ha dado la oportunidad de conocer a Ángel Gabilondo.
Hubo una época, no tan lejana, en la que yo creía firmemente que este país tenía arreglo, y que la enseñanza pública, aquel "educación, educación y educación" que los republicanos repetían marcando el ritmo con los nudillos, podría ser la palanca capaz de propulsarnos hacia la prórroga del sueño colectivo que se interrumpió, como casi todos los sueños, hace ahora 70 años. Ya no lo creo, y sin embargo, sé que si alguien puede hacer algo por el prestigio y por el futuro de la educación pública en España, es este filósofo sabio e irónico, guipuzcoano de nacimiento, madrileño de adopción, gaditano en verano y aficionado a hablar en griego clásico en todo momento, que no sólo sabe pensar bien, sino enseñar a pensar bien a los demás.
Eso, devolver a España al recto pensamiento, es el gran desafío de Gabilondo, al frente de un ministerio que representa apenas una cáscara nacional de las consejerías autonómicas, responsables directas del desastre. Porque la política no es sólo cuestión de leyes y de presupuestos. Antes que eso es, sobre todo, cuestión de fe. Y si recuperamos la fe en la enseñanza pública, quizás no esté todo perdido.
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