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Relevo en el Gobierno andaluz
Columna
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Treinta años

Igual que el resto de los sevillanos, el sábado cancelé todos mis compromisos, aplacé visitas, lecturas y paseos y me subí al metro. Iba con mi hijo, una criatura de diez meses que se agita en su carrito como intentando escapar de un cepo y que resopló con horror en cuanto ingresamos en el almacén de humanidad con las dimensiones de un vagón que nos esperaba junto al andén. Antes de comprobar más o menos empíricamente lo que debían de sentir los desdichados judíos que el Tercer Reich hacinaba en trenes mientras se calentaban los hornos, hubimos de descender al subsuelo en un ascensor de cristal muy bien terminado y sufrir ese frío viento de despersonalización y geometría que es el requisito de toda arquitectura debidamente moderna. Ya en la vía, el monstruo comenzó a avanzar pasito a pasito, como con reparo de pisar a alguien o tropezar en un peldaño; de pronto, en una curva, con un gesto que puso en blanco los ojos de la señora que hasta un segundo antes hacía carantoñas a mi hijo, la velocidad lo convirtió en una serpiente acuática, un nervioso reptil de metal cuyo espinazo se tuerce entre las ondas que agitan la superficie. El extrarradio de la ciudad, el asfalto, las pasarelas, los hipermercados, las chabolas, los baldíos, giraban pedagógicamente a nuestro alrededor a través de las ventanas, como intentando informar a mi hijo, de golpe, de todo cuanto la civilización puede ofrecer. A pesar de que apenas existía espacio para suspirar, algo se coló en el vagón y buscó su puesto entre las axilas desplegadas y los juanetes que sufrían en silencio: el entusiasmo. De repente parecía que vivíamos en una urbe futura y que la ciencia ficción había terminado por atraparnos, a nosotros, mucho más habituados a ejercer de figurantes en películas de faralaes y Alfredo Landa. Con cara de acabar de morder un petisú, la señora que un momento atrás me había enseñado las córneas volvió a agacharse sobre mi retoño y le dijo muy sonriente: "Tú sí que tienes suerte, acabas de llegar y te montas. Nosotros hemos tenido que esperar 30 años". 30 años, un plazo que roza el límite de reclusión permitido por las leyes penales de nuestro país y que no se atreven a minimizar ni siquiera los tangos: nadie diría que 30 años es nada.

Sé de lo que la señora hablaba: hablaba de obras ciclópeas truncadas uno no sabía muy bien por qué, de empalizadas de ladrillo prohibiendo el tránsito, durante décadas, por la Alameda de Hércules y la Puerta de Jerez, de donde la diosa de la fuente fue exiliada; hablaba de escaleras de hormigón que se adentraban en las profundidades de las aceras de la Gran Plaza, pero que llegadas a cierto punto se detenían de súbito, como si hubieran olvidado algo arriba, o no pudieran soportar los desechos que la gente arrojaba al vacío, latas, jirones de revistas, muñecas decapitadas, bolsas; hablaba de un proyecto cuyas primeras pinceladas comenzaron a trazarse a finales de los años setenta, en un intento de aliviar una ciudad congestionada, torpe, agobiada por la polución y la mugre, que veía en los subterráneos su única salvación, igual que los internos de un campo de prisioneros, pero que sufría continuos aplazamientos y prohibiciones en nombre de cosas extravagantes como capas freáticas o bienes de patrimonio; hablaba, en fin, de la resurrección de la esperanza después de que los accesos de la corona urbana padecieran dos o tres anginas de pecho, hablaba de los problemas con la tuneladora, ese monstruo ciego que abría galerías bajo nuestros zapatos y se iba comiendo, sin hacerlo sentir, la tierra, los huesos de los antepasados, las tuberías, las ratas, las columnas fracturadas de los templos antiguos. Mi hijo no podía saber nada de eso; la gran fortuna del recién nacido es que sólo admite predicados con el verbo en futuro.

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