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Columna
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'Italia nostra'

No existe para mí país más emocionante que Italia. No me pregunten por qué. Es la historia, es la superposición de arquitecturas, es su forma estrecha y doméstica, la bota que pende de Europa, impulsiva, vieja y juguetona, con su ordalía vital. Son sus Alpes y sus acantilados meridionales, es la hoguera verde que súbitamente horada unas modestas ruinas para exhibir al sol, entre mármoles desgastados, su sonrisa de eterna resistente.

Italia ha hecho nacer, y lo ha resistido, imperios grandiosos y crueles y sus no menos desdichados finales; ha sufrido invasiones de bárbaros y los ha creado, y soporta un día tras otro penetraciones de turistas.

Se traga las aguas altas del Adriático y se defendió de las aguas fecales del fascismo de su propia gente.

Las Italias, que reivindico como mías porque son patrimonio de mi humanidad. La de los poemas friulanos de Pasolini, la de los fusilamientos de Ferrara narrados por Bassani. La siciliana Italia que defendió Sciascia, la oscura Italia del poder a la que el escritor sardo atacó. Italia ha parido dioses y monstruos, y los ha sufrido. Ha padecido a la democracia cristiana más artera y al Vaticano más retrógrado; ha producido mafias, logias, Brigadas Rojas. Es también la Italia del Novecento, de aquella Emilia-Romagna unida contra el hambre y el patrón; la Italia de Anna Magnani corriendo tras el camión que se lleva a su hombre; la Italia de Rossellini y la de La mejor juventud.

Lo da todo, lo pare todo, lo reinventa todo. Lo resiste todo. Sólo los terremotos pueden vencerla. En el corazón queda el dolor por sus hijos muertos y heridos, por los sin hogar, por la belleza desaparecida, por la tierra convulsa. Una tierra hacia cuyos dones siempre he sentido gratitud. Força, Italia. Pero de la buena. De la vuestra.

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