Arturo Peña Lillo, editor
Publicó más de 400 títulos clave en la literatura argentina
Arturo Peña Lillo tenía 91 años, vivía con un sueldo magro de jubilado en una casona de Ituzaingo, al oeste de Buenos Aires, había enviudado hacía rato y al cumplir los 90 le hicieron un gran homenaje de reconocimiento por su gran labor en pro de la cultura argentina. Murió el 20 de marzo en su casa. Era hijo de un español que llegó a Valparaíso, Chile, en un barco alemán. Pero empezó la I Guerra Mundial y el barco fue confiscado por las autoridades chilenas.
Su futuro padre debió bajar a tierra y ponerse a trabajar, conoció a la que sería su madre, se casaron y allí nació Arturo, el 30 de agosto de 1917. Después marcharon a Buenos Aires, donde tenían familia. Pero el padre era muy violento y un día la emprendió a tiros en su habitación. Tuvieron que enviarlo a una isla, al sur de Chile, a vivir con un hermano suyo.
El pequeño hijo tuvo que ponerse a trabajar. Hizo de todo, especialmente labores de campo: jinetear, arrear ganado, tareas de corral, enlazar, pialar, marcar. Al volver a Buenos Aires ingresó en una barraca de lana. También trabajaría de lavacopas, de zapateador americano y, aunque apenas cursó la escuela primaria, le atraían las novelas de Dumas o Salgari, que hojeaba en librerías de viejo.
Le llamaban la atención los escritores que el llamaba "petardistas" porque usaban aquella frase nietzchiana: "La historia se escribe con sangre", y un día de 1939 se vistió con carteles llenos de pensamientos y se cubrió con un abrigo. Frente a la sede del Diario Crítica se sacó el mismo y al día siguiente los periódicos publicaron la foto que causó revuelo y le permitió ingresar en los talleres de la revista Radiolandia. Allí se hizo delegado gremial, que lo llevaría a encabezar huelgas por las duras condiciones de trabajo y que le valdrían la expulsión de numerosos trabajos.
Sin embargo, logró estabilizarse siete años en la editorial francesa Hachette, en la que trabajaba Rodolfo Walsh, mientras pasaba la revolución de 1942 y la irrupción del peronismo, el 17 de octubre de 1945, con las masas populares volcadas a las calles.
Luz a la historia
Su labor de editor en procura de poner luz en la historia argentina lo impulsaría a dar el salto. "Yo sentí la necesidad que tenía el país de esclarecer la situación nacional de un momento [fines de la década de los cincuenta] en el que los medios de comunicación se burlaban de los trabajadores mientras la policía perseguía y encarcelaba. Y los militares, fusilaban", dijo en uno de sus últimos reportajes.
En 1954 funda la editorial con su propio nombre, sin idea de administración de empresas, con la idea fija de sacar un libro diario. Incluso los vende a crédito. El anarquista español Diego Abad de Santillán le habló de un libro que escribía Ernesto Palacio: La historia de Argentina. Al principio dudó porque era nacionalista, pero luego se entusiasmó, le abonó un dinero al escritor para que lo terminara y fue un éxito impresionante, al contraponerse a la liberal historia oficial.
En 1973, al regreso de Perón, sacaba una edición por semana del libro. Y comenzó a forjar amistad con escritores del pensamiento argentino: Jauretche, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Ortega Peña, Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui, José María Rosa, Norberto Galasso, y también del sector conservador, como Sánchez Sorondo o Ernesto Palacio. Editaría a más de 70 escritores argentinos. Como a Borges, con El idioma de los argentinos. Decía que cuando con Vicente Federico Del Giúdice fueron a pagarle los derechos de autor por ese libro, Borges se sorprendió porque, dijo, era la primera vez que recibía dinero por un libro.
Además de los casi 400 títulos que editó, claves en la literatura argentina, también financió revistas que fueron tribuna y espacio libre para periodistas y políticos como Cuestionario y quehacer nacional. En el golpe militar del 76, lo acosaron, le quemaron libros y regaló la editorial a sus empleados. Últimamente coeditaba con ediciones Continente.
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