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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

¡El afiladorrrrrr!

Hay sonidos capaces de transportarle a uno directamente a la niñez. En mi barrio ya no se oye el chiflo del afilador recorriendo la escala de graves a agudos y viceversa. Pero hace unos meses, su plañidero sonsonete volvió a resonar cerca de donde viven mis padres. Con el correspondiente subidón de nostalgia, fui a buscar al autor de aquella melodía, pero ya se había ido. Picado por la curiosidad, puse a mis amigos en estado de emergencia, hasta que, tras varias semanas, conseguí localizar a uno de ellos que, al saber que era periodista, con una sonrisa picarona, me comunicó que no pensaba decir ni mu. No tuve mucha más suerte con el segundo que, entre monosílabos, se negó terminantemente a ser fotografiado. Y el tercero, sólo con presentarme, sin decirme nada, arrancó su motocicleta y se fue como alma que lleva el diablo. Quizá no querían revelarme sus secretos, atesorados por decenas de generaciones de afiladores. Quizá no supe explicarme o simplemente no tenían ganas de hablar. Lo único en claro, dado el esquivo talante de este gremio y lo poco que les pude sonsacar, es que viven al margen de la sociedad de la información.

Desconozco si es cosa intrínseca al trabajo ser cauto, reservado y celoso de sus cosas

El afilador es uno de esos personajes que uno creería en el desván adonde fueron a parar los colchoneros, los traperos o los gitanos de la cabra. Sin embargo, por lo visto, aún quedan docena y media en nuestra ciudad, cuyo principal problema es el envejecimiento y las tiendas de "todo a cien", donde es más barato comprar un cuchillo nuevo que mandarlo afilar. Ahora sus clientes habituales son cocineros y carniceros, razón que les hace rondar por las inmediaciones de los mercados municipales y junto a determinados restaurantes. Esta trashumancia es de una especie muy distinta a la de las sedentarias cuchillerías, donde también se reparan filos. Al contrario que su pariente del comercio, el afilador es un personaje al que imaginamos errante, apareciendo y desapareciendo a voluntad, como un espejismo. Ejerce un trabajo duro, siempre a la intemperie, y un punto extravagante, con su ciclomotor o su pequeña furgoneta -alguno hasta en bicicleta-, armado con un esmeril y una piedra de afilar, con la apostura de aquel cuyo oficio se pierde en las primeras industrias metalúrgicas.

En Barcelona fueron numerosos a partir del siglo XI, cuando la Cataluña feudal se convirtió en una de las grandes productoras de armas de la época. Espadas, lanzas y puñales hablaban de la calidad de los artesanos locales, como comprobó mi estimada Teresa Vinyoles, profesora de la Universidad de Barcelona, en su estudio sobre el taller de un afilador barcelonés de finales del siglo XIV. Pero a partir de 1714 la profesión se perdió, a raíz de las nuevas leyes que obligaban a los barceloneses a no tener más de un cuchillo de cocina por casa y a tenerlo atado con una cadena a la mesa. Pasado el furor borbónico, las olas migratorias desde la Provenza volvieron a popularizar su figura, que ya en el siglo XIX fue asumida en exclusiva por emigrantes gallegos. El gremio tenía un argot distintivo, el barallete, con el que podían comunicarse sin ser entendidos por los extraños.

Desconozco, pues, si es cosa intrínseca al trabajo ser cauto, reservado y celoso de sus cosas. En todo caso, no lo critico. Recuerdo que de niño el sonido de su siringa o flauta de Pan -llamada en Barcelona sonaveus- me producía una extraña emoción, mezcla de tristeza y misterio. La misma sensación que tengo ahora al desear que nunca desaparezcan, aunque sea para creer que quedan almas libres y vagabundas en un mundo cada vez más conformista y sedentario. Eso sí, la próxima vez que les salude, por favor, ¡no salgan corriendo, hombres de Dios!

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