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Columna
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Sin prejuicios

Decía aquí el pasado domingo Arantza Quiroga que ella nunca usaría el preservativo. Es una opción personal tan respetable como la contraria y no la voy a considerar por ello, como ella lamenta, una freaky. Es más, celebro, por salud democrática, que lo manifieste y lo defienda. Lo que sí discutiré es su afirmación de que el preservativo no sea una solución, pues en este caso su opinión trasciende el ámbito personal. El preservativo sí es una solución, aunque, en efecto, no sea la única. Decir lo contrario es como afirmar que los antibióticos no son un buen remedio contra la bronquitis. Habrá quien recurra a otros procedimientos para curarla, pero en muchos casos resultarán imprescindibles si queremos evitar malos mayores. Y ocurre lo mismo con el condón, que presenta además menos opciones alternativas. Sólo conozco otra para evitar el contagio de enfermedades de transmisión venérea: la abstinencia. No voy a menospreciarla, como tampoco menosprecio ninguno de los remedios contra la bronquitis si se muestran eficaces. Lo que me sorprende es que, en contra de toda evidencia, se pueda negar la validez de la otra medida.

Está claro que la bronquitis, salvo que nos pongamos jocosos, nada tiene que ver con el sexo. Que uno la contraiga o no tiene escasa relación con el sentido de la vida o con el significado que atribuyamos a nuestras actividades diarias. El acto sexual, en cambio, sí tiene un significado, al menos para Arantza Quiroga, significado que vendrá dictado casi con seguridad por sus creencias religiosas. Sea cual sea ese significado, sin duda es ajeno a la consideración del acto sexual como un fin en sí mismo.

Tampoco lo considerará como la manifestación del sentimiento amoroso que une a dos personas, manifestación que halla en aquél su justificación última. Si el significado del acto sexual se limitara para ella a esta última consideración, el preservativo sí sería una solución única en muchos casos, una solución que salvaría muchas vidas humanas. Si vinculamos el condón con la promiscuidad, sus usos justificables se convierten en excepciones y las excepciones acaban socavando los principios. Las excepciones, sin embargo, incluso desde esa concepción restringida del significado del acto sexual, pueden ser legión, tantas como vidas en riesgo. ¿Es en el amor, más allá de su uso retórico, donde halla su significado último el acto sexual para la Iglesia católica, o es en la procreación? ¿No es la gratuidad del acto sexual, incluso como manifestación del amor entre dos personas, lo que la irrita; y, por otra parte, es tan consustancial a la creencia cristiana esta condena de su gratuidad, hasta el extremo de considerar la defensa de ese principio doctrinal más valiosa que la vida humana?

Me pregunto si no es contradictorio que ese principio sirva, en última instancia, para defender la vida del no nato y que pueda llevar a menospreciar la vida de los ya nacidos.

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