Pío Baroja. Un café con leche a media tarde
Pío Baroja nació en San Sebastián, el 28 de diciembre de 1872. Estudió medicina en Valencia, donde su padre era ingeniero del puerto, en un tiempo en que la salud sólo se fiaba a la sangría con sanguijuelas; ejerció la profesión de médico rural en Cestona y hay que imaginarlo de noche bajo la ventisca a lomos de un mulo visitando enfermos por los caseríos y obligando a sacar la lengua a vascos muy rudos. Puesto que entonces una pulmonía simple podía llevarte al seno de Abraham y él no se sentía capaz de impedirlo, Baroja se hizo panadero de Viena Capellanes en Madrid, negocio que también se fue muy pronto a la ruina. En vista del caso, después de tocar varios palos sin éxito, rompió en escritor, que es el mar donde suelen ir a dar los sueños de muchos jóvenes frustrados y apalancado en este oficio ya no cesó de garrapatear cuartillas durante sesenta años seguidos.
¿Qué hizo Martín-Santos sino tratar de inocular a Joyce en Baroja? ¿Qué intentó Benet sino pasar a Baroja por las armas de Faulkner?
Don Vladimiro, un personaje barojiano hasta sus últimas consecuencias, era delgado, alto, simpático, de risa muy fácil y agradecida
Antes de quedar diseñado finalmente con la boina y la barbilla blanca, la bufanda, el gabán, las babuchas de orillo y la manta sobre las rodillas sentado en un sillón en los últimos años de su vida, Baroja había dejado atrás imágenes muy potentes de su persona. Fue explorador con botas polvorientas de los desmontes del extrarradio de Madrid entre perros hambrientos sin collar que compartían la búsqueda de la vida con seres violentos y desheredados; participó como contertulio siempre esquinado, anarcoide, amamantado por Nietzsche en la peña del café de Levante donde cantaba la Zarzamora; husmeó por librerías de viejo y chamarilerías, exhumando crímenes famosos y personajes atrabiliarios, que describía con un estilo desastrado y a la vez con rasgos poderosos gracias a su talento para esculpir los contornos indelebles de la vida; viajó por Europa y realizó correrías en compañía de Ciro Bayo por el Maestrazgo en busca del rastro del carlista Cabrera y de curas trabucaires; se bandeó como pudo, ambiguo y miedoso, en la delgada línea roja de la Guerra Civil en su casona de Vera del Bidasoa, entre requetés, milicianos y falangistas hasta exiliarse en París donde quedó varado en la Casa de España ante un plato de sopa.
A su regreso a la zona franquista Baroja tuvo que jurar a contradiós los principios del Movimiento como una forma de subsistir. Quedó al margen del circuito social, pero no dejó de escribir un solo día para dar a las máquinas más de cien novelas, aparte de memorias y un aluvión de artículos y relatos, hasta caer exhausto en el sillón de orejas en su piso de Alarcón, 12, en Madrid, gruñón y pesimista antropológico, en medio de una tertulia de seres derrotados, arbitristas y excéntricos como personajes de su creación. Hubo nombres que se hicieron famosos sólo por haber compartido con el escritor en sus últimos años un café con leche y un surtido de bollería en aquellas reuniones de media tarde. Había contertulios fijos, el doctor Val y Vera, Casas, Gil-Delgado, el doctor Arteta, el ex gobernador republicano Estévez, y otros eran transeúntes, algunas veces Cela, o González Ruano o Juan Benet y otras gentes extrañas de paso por Madrid. Y además estaba don Vladimiro. Y así hasta su muerte el 30 de octubre de 1956 con el espectáculo funerario-ideológico-literario de su entierro que marcó la conciencia de una generación de posguerra. ¿Qué hizo Martín-Santos sino tratar de inocular a Joyce en Baroja? ¿Qué intentó Benet sino pasar a Baroja por las armas de Faulkner? ¿Qué hizo Cela sino abducir la fama de aquel hombre para que le sirviera de propio pedestal?
Por mi parte llevo la figura de Baroja asociada a un recuerdo de mi niñez cuando este escritor se había convertido en el personaje misterioso que un día iba a llegar, como invitado, a la casa solariega que Eduardo Ranch, un señor de Valencia, musicólogo, erudito y laico tenía en mi pueblo. En aquella casa había una habitación preparada para don Pío, que estuvo cerrada durante muchos años puesto que don Pío nunca acudió a la cita. La espera infinita de este personaje quedó fijada en mi memoria durante la adolescencia como una ficción literaria. Al pueblo sólo llegó su sobrino Julio Caro al que traté de vislumbrar luego en fotografías color tabaco acompañando a Eduardo Ranch por las trincheras que había dejado la guerra por los montes de alrededor. Este hecho me impulsó a leer a Baroja a edad muy temprana y fue Camino de perfección la primera de sus novelas que cayó en mis manos, lo que me produjo una excitación extraordinaria porque la leí en clandestinidad saboreándola como un pecado.
Mucho tiempo después, cuando Baroja ya había muerto y yo vivía en Madrid tuve la oportunidad de sumarme junto con el escritor Vázquez Azpiri, como un alevín, a la peña que Julio Caro montó en el sótano de la cafetería Fuentesila, en la Gran Vía, con los supervivientes de la tertulia del piso de Alarcón, que habían quedado agarrados a algún madero después del naufragio. Allí conocí a don Vladimiro, un personaje barojiano hasta sus últimas consecuencias, del que nunca nadie supo a qué se había dedicado en la vida. Yo solía decirle: "Usted, don Vladimiro, vivirá muchos años porque tiene el cuello muy largo". Así fue. Era delgado, alto, simpático, de risa muy fácil y agradecida. La única hazaña que pudo aportar a la vida fue que en un tren borreguero, recién terminada la guerra, viajando desde Galicia a lo largo de toda una noche, logró seducir a una monja cerca de Venta de Baños en cuyo escarceo en el vagón de tercera ella estuvo a punto de sacarle un ojo con la punta de la toca almidonada. Fue también este don Vladimiro, y no Gil-Delgado, según me contó de primera mano, quien en la tertulia de Baroja soltó una frase famosa que ha pasado a la historia de la literatura.
Una de aquellas tardes en Alarcón, 12, los contertulios de Baroja se encontraron al llegar con que allí estaba sentado un prelado vasco que había bajado desde San Sebastián para conocer al escritor. Sobre la mesa de centro había té, café, chocolate y un surtido de bollería puesto a disposición de tan ilustre visita. Los componentes de la tertulia, anticlericales, librepensadores y republicanos represaliados, quedaron trabados en un silencio temeroso ante aquella dignidad eclesiástica sin que nadie osara romper aquel aire suspendido. Después de unos largos minutos de mutismo muy sólido don Vladimiro alargó la mano y dijo: "Bueno, un servidor, con el permiso del señor obispo se va a comer un cruasán". Fue este cruasán y no el higo seco que Gil-Delgado se sacó del bolsillo del gabán el que rompió el miedo reverencial.
Conocer a don Vladimiro fue como establecer un nudo vital con el mundo de Baroja después de haber leído sus libros y haber buscado las primeras ediciones por librerías de lance. La tertulia de Fuentesila se extinguió por reforma del local, sus componentes se diseminaron por otras peñas y fueron muriendo. Don Vladimiro los sobrevivió a todos y finalmente a punto de cumplir 90 años fue recogido en nuestra tertulia del café Gijón. Un día dijo: "Esta noche voy a cenar unas judías con chorizo". Al día siguiente no apareció. Ya no volvimos a verlo más.
Nunca he dejado de recordar la maravillosa taquicardia que me produjeron las primeras lecturas prohibidas de Baroja, pero después de muchos años este escritor, que había alimentado las fantasías de mi niñez como un ser misterioso disuelto en el aire, tomó cuerpo a través de unos personajes de carne y hueso derrotados, que parecían salidos de sus novelas con los que acabé tomando un café con leche a media tarde.
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