Corrupciones más íntimas
Cada genocidio es diferente; al mismo tiempo, cada acto de injusticia trae a la memoria los que lo han precedido y anuncia los que están por venir. En sus particulares, la destrucción de Cartago y la destrucción de las Indias fueron sin duda horrores singulares (no hay cronistas de la primera, y muchos de la segunda). Ambas, sin embargo, macabramente ilustran las consecuencias de nuestras infames ambiciones mercantiles. Cada tiranía las repite y cada nuevo colonialismo las redefine. A fines del siglo diecinueve, entre los muchos poderes que se dividían el usufructo del continente africano, la monarquía belga se destacó por la impune ferocidad con la que explotó su colonia congolesa. Para extraer las fortunas de caucho de la selva, el rey Leopoldo II, responsable absoluto del Ejército y de la Administración colonial del Congo belga, convirtió a la población nativa en esclavos, decretó que se cortasen las manos y los pies de quienes intentasen rebelarse o huir, autorizó la violación de mujeres y niñas, e impuso un régimen de terror casi inigualado en el sufrido continente africano. Durante los veinte años de su reinado, diez millones de hombres, mujeres y niños murieron bajo su yugo. Mark Twain, quien escribiría en 1904 un feroz Soliloquio del Rey Leopoldo denunciando estas atrocidades, anotó: "Hay muchas cosas cómicas en el mundo, entre ellas, la creencia del hombre blanco de que es menos salvaje que esos otros a los que él llama salvajes".
Siete casas en Francia
Bernardo Atxaga
Traducción de Asun Garikano
y Bernardo Atxaga
Alfaguara. Madrid, 2009
264 páginas. 19,50 euros
"Me marcho a la octava casa". Éste es quizás el mejor verso de un poema nunca acabado
Atxaga se concentra en desasosiegos más cercanos al espíritu de Camus que al de Conrad
El Congo del rey Leopoldo es el escenario de la nueva vertiginosa novela de Bernardo Atxaga. Estamos a principios de 1903. Un contingente de soldados reside en la estación militar de Yangambi, conjunto de caseríos perdidos en la selva. Su misión es organizar la extracción de caucho con un mínimo de gastos en municiones; los esclavos empleados en la faena son supervisados por guardas tomados de entre los mismos africanos, quienes, por unas monedas, aceptan ser los verdugos del amo blanco. Los lujos de tal lugar son pocos: la bebida, las galletas y el salami traídos desde Europa, las mujeres africanas cazadas para uso de los hombres, y la posibilidad, para ciertos oficiales privilegiados, de procurarse, al margen de la obtención de caucho, toneladas de caoba y de marfil para su tráfico personal. Es así como el capitán Lalande Biran, poeta y militar, financia la compra de "siete casas en Francia" que su mujer, la bella Christine, exige por carta desde París. Cada casa cuesta veinte colmillos de elefante y mil troncos de caoba. "Inténtalo, capitán", insiste Christine en gruesa caligrafía plañidera. Biran lo intentará y sus últimas palabras, incomprensibles para quienes lo oyen, serán: "Me marcho a la octava casa". Éste es quizás el mejor verso de un poema nunca acabado.
A Yangambi llega un militar algo distinto de los demás. Su nombre es Chrysostome Liège y de inmediato demuestra su aptitud para el tiro. Chrysostome se convertirá en el mejor tirador del Congo pero será despreciado por sus camaradas, menos por celos de su puntería que por su aparente indiferencia hacia las mujeres. Los otros, que lo tildan de pédé, de marica que no merece la confianza masculina, ignoran que su actitud púdica se debe a un juramento. De niño, Chrysostome, aterrado por la visión de un sifilítico penitente, prometió al cura párroco que en el futuro permanecería "limpio" para evitar tales horrores. Hasta ahora, Chrysostome ha sido fiel a su promesa.
Pero todo en el sistema puesto en pie por el rey Leopoldo es corrupto: no sólo la explotación de la tierra y de los hombres, sino también, después de un tiempo, cada individuo acaba siendo infiel hacia sí mismo y hacia sus camaradas. Los oficiales belgas que matan, mutilan y violan a los africanos, se roban, estafan y mienten unos a otros, todo bajo la frígida pretensión a un código de honra. Cuando la belleza de una joven mulata lo tienta, Chrysostome, desesperado, reconoce en la llegada de una estatua de la virgen a la playa de Yangambi la promesa de su cura, "te protegeré desde el cielo", y se pone de rodillas ante la imagen, pero su supersticiosa fe no le bastará para mantenerse incólume en este nuevo mundo. Cuando Biran descubre que un colega militar le ha robado una foto intime de su mujer, no encuentra otra alternativa que retarlo a duelo, porque tales ofensas, según el código militar, no pueden dejarse impunes. Para el lector, frente a las verdaderas infamias, tales reparos resultan mojigaterías obscenas.
Lo cierto es que la novela de Atxaga es mucho más que una mera crónica de la época colonialista. Fatalmente, los lectores recordarán a Conrad y su Corazón de tinieblas, pero Atxaga ha intentado aquí algo diferente. Conrad quiso retratar la desaparición de un europeo en el continente africano que cree dominar, espejo quizás de una pérdida mayor, metafórica, de la civilización occidental entera. Atxaga no desdeña ese contexto, pero su relato se concentra en corrupciones más íntimas, en desapariciones más personales y profundas, en desasosiegos más cercanos al espíritu de Camus que al del autor de Lord Jim. En Atxaga, las atrocidades son dadas como meros hechos (aunque no resultan, por ello, menos atroces) que encuadran o apuntan lo deleznable de ciertas vidas. Sirven, por decirlo así, de escenario al drama novelesco, a las mezquinas pasiones de los servidores del rey Leopoldo, a los pequeños destinos de quienes mueven el infame engranaje de explotación y genocidio. Toda acción es estéril. Nada se salva: ni el enorme y sufrido continente, ni el miserable reino europeo que cree poseerlo, ni los hombres que creen cumplir con un destino que la historia tachará de honorable. Ni tampoco nosotros, lectores de Atxaga, lejanos testigos del genocidio africano de aquel entonces, impasibles testigos del genocidio africano de hoy.
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