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Columna
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La felicidad, ja, ja, ja, ja

No hay mal que por bien no venga. Estamos acostumbrados a consolarnos con modestia de las precariedades de la vida. De las largas, interminables tardes grises y heladas del invierno, nos consuela el rayo de sol que consigue cruzar el espacio, partir las nubes, apartar los copos de nieve y caer en el cristal de nuestra ventana. En los minuciosos, atosigantes días tórridos del verano, nos ayuda el primer sorbo de cerveza, con su espumosa amargura refrescante de amor fatal.

Hay cosas que, desde luego, no tienen casi remedio. Resulta muy desagradable tener que morirse y acabar las ilusiones de la existencia humana sumergidos en una caldera del infierno. Ese es un final terrible, una tragedia sufrida por los pobres desgraciados que vamos a condenarnos. Los que no tenemos la suerte de vivir con fe, soportamos un estado de absoluta desnudez, no porque seamos viciosos o mantengamos la inocencia de Adán, sino porque carecemos de la inmortalidad que otorga el cielo a sus hijos preferidos. De esa suerte feroz, nos consuelan algunas pequeñísimas contrapartidas.

Como mi tiempo no es eterno, mi juventud ha tardado poco en desaparecer. Ahora pienso como un padre (y estoy al borde de empezar a sentir como un abuelo). Me ayuda, por ejemplo, la pequeña contrapartida de que mis hijos puedan usar preservativos si tienen un desliz. Serán pecadores, pero tal vez se salven del sida. Y si descubren que son homosexuales, podrán casarse o vivir según prefieran, en vez de sentirse apestados y en guerra consigo mismo. Y cuando les toque perder a su padre por culpa de un accidente o una enfermedad irremediable, podrán demostrarme su amor haciendo que mi muerte sea digna y que el hospital no se convierta en una agónica cámara de torturas. Como ya he dicho que pretendo ser abuelo, también me gusta pensar que la humilde ciencia humana ha avanzado para que, si hay problemas, la alegría vuelva a nuestra familia gracias a las células madre y a un cordón umbilical.

Si mi hija menor se queda embarazada por culpa de un contratiempo, una falta de responsabilidad o una violación, quisiera contar con la posibilidad de ofrecerle la interrupción del embarazo. Me gustaría saber que no va a quedar marcada para toda su vida por una hora estúpida. Son pequeños consuelos terrenales que tienen poca importancia al lado de la salvación eterna. Pues hasta eso quieren quitarnos los obispos cuando se empeñan en que los no creyentes vivamos de acuerdo con su fe y sus mandamientos. ¡Qué egoístas! Además de Semana Santa, lacitos blancos. Es lo mismo que robarle a los pobres, que taparle sus rayos de sol a los que están pasando frío. Claro que, pensándolo bien, la faena no sólo nos la gastan a los desgraciados. Hay muchos creyentes, dueños de su conciencia, a los que también les gustaría paliar el dolor de sus padres y salvar de la enfermedad a sus hijos sin sentirse pecadores.

Como tienen mi solidaridad, les puedo ofrecer un pequeño consejo basado en la experiencia terrenal del ciudadano político. Puede uno llevarle la contraria a sus líderes sin sentirse un traidor. Para ser de izquierdas no hace falta renunciar a la propia dignidad y obedecer a un superior estalinista. También la izquierda genera monaguillos que babean ante sus sacerdotes y vírgenes inmaculadas que viven para sentirse puras frente al pecado de los demás. Pero no hace falta ser un monaguillo o una mezquina inquisidora para ser de izquierdas. Cuando los líderes pierden el norte, dejan de comprender el mundo en el que habitan, se dedican a mantener su poder sobre un aparato hueco y piensan sólo en dañar a sus propios compañeros, resulta conveniente dejar de hacerles caso.

No les aconsejo a los creyentes que se hagan pecadores como yo. Pero pueden vivir su fe sin sentirse pecadores por culpa de un preservativo.

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