Otras interrupciones
Está muy feo mentir, sobre todo cuando de ello se espera obtener algún provecho sustancial. La jerarquía católica miente a conciencia y en conciencia cuando trata de representar por todos los medios al feto de semanas como a un niño feliz y sonriente y sobrado de cereales. Hay un cierto gusto malsano en campañas tan desdichadas, sobre todo si se considera el triste papel que muchos eclesiásticos han forzado a jugar a tantos niños bajo su jurisdicción evangélica, en una espeluznante tergiversación del famoso "dejad que los niños se acerquen a mí". Pero aun suponiendo una conducta intachable de los clérigos hacia los niños en cualquier época y lugar, estaríamos ante una por desgracia incierta muestra de respeto hacia la infancia que en nada autorizaría la tenaz criminalización de las mujeres persuadidas de no tener otro remedio que interrumpir su embarazo, incluso aunque solo fuera porque la vida humana es algo demasiado serio como para dejarla en manos del azar. Es incluso algo demasiado serio como para dejarla en manos de los curas, que disponen ahora de la magnífica ocasión de no amedrentarnos mediante la universalización de sus propias obsesiones en lugar de perdonar a lo que quede de nuestros descendientes dentro de quinientos años. En realidad, ¿qué nos importa el perdón puntual o tardío de esta gente que en tan gran medida y con eficacia notable contribuye a amargarnos la vida? ¿Y quiénes se creen que son para alzarse por encima de la sociedad civil tratando de imponer sus pintorescas creencias? ¿Se han preguntado alguna vez si la adolescente que anticipa con horror su futuro y el de su hijo si no se decide por interrumpir su embarazo está en condiciones de creer en el furtivo dogma de la Inmaculada Concepción? Precisamente porque la vida es sagrada, conviene delegar en lo profano la decisión sobre su alumbramiento.
No estoy en condiciones de asegurar o de desmentir que el Papa haya usado en alguna ocasión preservativos, aunque solo fuera para saber cómo funcionan, ya que tan obsesionado está con ellos, o llevado tal vez de su contrastada curiosidad científica. Casos más enfermizos se han visto. Supongo que de niño se masturbaría, como todo el mundo, pero a lo mejor tenía la querencia, o la creencia, de no permitir que sus preciados fluidos se perdieran para siempre entre los lirios del valle y prefería conservarlos en una bolsita, lo ignoro. No sería el primer caso de prelado fetichista, me parece. Y también me parece que debería crearse algo parecido a un Tribunal Médico Internacional para sancionar como merece a alguien de tanta influencia que sale de campaña a África, nada menos, para anunciar la buena nueva de que el preservativo no solo resulta ineficaz contra el sida, sino que incluso puede favorecerlo. Supongo que estaría pensando (es tan rara esta gente) en el uso reiterado de un mismo condón, dadas las carencias logísticas del lugar; en tal caso su misión como vicario de Cristo era repetir el milagro de los panes y los peces y proclamar, a la manera maoísta, la necesidad de que florezcan mil preservativos a fin de preservar en lo posible la vida y la salud de esos millones de africanos que, dejados de la mano de Dios, se ven condenados encima a soportar la visita de sus representantes.
Otras interrupciones, decía, pero el calentón africano de Su Santidad me ha desviado. No obstante, ofrendaré una duda: el mito de la Inmaculada Concepción ¿no está demostrando su veracidad en el horizonte de la reproducción asistida? ¿Y tendrá que ser ahí, precisamente ahí, donde se reconcilien ciencia y religión? ¿Se saldrá la Iglesia con la suya y nos quedaremos, encima, sin follar?
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