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Columna
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El Ala Oeste de La Moncloa

Una excelente serie televisiva americana titulada en España El Ala Oeste de la Casa Blanca versa sobre los dos mandatos de un presidente demócrata que rige los destinos de su país y del mundo entero desde el Despacho Oval con la ayuda del reducido equipo formado por los hombres y las mujeres de su gabinete. En las reuniones de Jed Bartlet -el papel lo representa Martin Sheen- con sus despiertos colaboradores para analizar conflictos inesperados en todo el planeta, la honradez intelectual de los jóvenes asesores, que no ahorran las críticas o las discrepancias, y el aire al tiempo desenfadado y solvente del presidente, que cita datos, traba argumentos y zanja discusiones con seguridad admirable, transmiten al espectador la sensación de que el oficio político es una actividad apasionante, divertida, responsable, generosa y creativa.

La autonomía de los ministros de Zapatero está hipotecada por la voluntad presidencial
Al vicepresidente Solbes se le negó ya en 2004 la posibilidad de elegir a su equipo ministerial

Esa fabulación televisiva acerca del funcionamiento del sistema político americano contemplado desde el punto de vista de la oficina presidencial incurre necesariamente en simplificaciones. Los secretarios de los diversos Departamentos -cuya designación por el Ejecutivo debe superar el exigente hearing del Senado- son figuras poderosas reclutadas por sus méritos y no por su lealtad personal o partidista; el presidente Obama ha situado al frente del Departamento de Estado a Hillary Clinton. Las mayorías en ambas Cámaras tampoco están supeditadas a la disciplina partidista.

En cualquier caso, las obvias dificultades para aplicar las enseñanzas del presidencialismo creado hace más de 200 años en Estados Unidos al parlamentarismo europeo no afectan a la eventual influencia ejercida por esa brillante e inteligente serie televisiva centrada en el modelo americano sobre la clase política de un sistema tan diferente como el español. La tendencia de la mediocre realidad a imitar la embellecida imagen pintada en el espejo es irresistible. Para llegar a esa conclusión, no hace falta toparse con el decorado del Ala Oeste de la Casa Blanca en los jardines del complejo de La Moncloa (tan famoso, dijo una vez Fraga, como el de Edipo descubierto por Freud). Hay sobrados indicios para sospechar que durante el último quinquenio han abundado las iniciativas de los asesores de imagen dirigidas a sesgar en sentido presidencialista el organigrama del poder propio del régimen parlamentario.

Por lo pronto, el ámbito de autonomía de los ministros de Zapatero y su visibilidad ante la opinión pública están hipotecados por su condición de terminales ejecutores de la voluntad presidencial. Mientras al vicepresidente Solbes se le negó ya en 2004 la posibilidad de elegir a su equipo ministerial para el área económica, la vicepresidenta Fernández de la Vega se limita a cumplir crispadamente las tareas disciplinarias de control que les suelen ser asignadas a las gobernantas de las residencias. Las intromisiones desde arriba para designar a cargos de segundo nivel en algunos ministerios -unos nombramientos justificados a veces por la paridad pero motivados en realidad por el deseo de parcelar lealtades- reducen todavía más la capacidad de vuelo de los titulares de los departamentos. Si el ministro de Administraciones Públicas Jordi Sevilla fue ostentosamente apartado en la anterior legislatura de la negociación de los Estatutos de Autonomía, el recién desaparecido ministro de Justicia, Mariano Bermejo, tampoco participó en las conversaciones para elegir al nuevo Consejo del Poder Judicial.

El penoso espectáculo deparado la semana pasada dentro del Gobierno a propósito de la retirada de Kosovo podría, tal vez, ser explicado -aunque nunca justificado- por el espíritu de Ala Oeste que revolotea como un fantasma por el palacio de la Moncloa y que desplaza las tomas de decisión del Estado desde los luminosos ámbitos predeterminados por la Constitución hasta las zonas de penumbra donde todos los gatos son pardos. En el auto cómico-sacramental de Kosovo, el presidente del Gobierno habría sido el deus ex-machina que dicta desde las alturas los contradictorios pronunciamientos expresados por la ministra de Defensa y por el secretario general de La Moncloa mientras que el titular de Asuntos Exteriores permanece in albis. Pero si el Consejo de Ministros sólo fuese una reunión de correveidiles dirigidos desde lejos por asesores de imagen, ¿a quién podría importar la anunciada crisis de Gobierno?

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