Un atisbo de la realidad
1 - Estoy en Dublín por segunda vez en mi vida. Como en la primera apenas llegué a entrar en la ciudad y más bien anduve por la costa norte, por los acantilados de Howth, y por la costa sur, por Sandycove y Dalkey, aprovecho que en esta ocasión me encuentro en pleno centro de la ciudad para ir a ver un par de lugares que, sin haberlos pisado nunca, aparecen en sendas secuencias de un relato que estoy escribiendo. Me divierte que John Banville, el gran escritor irlandés, diga que la mayoría de los narradores de historias trabajan más con la imaginación que con la poca experiencia vital que tienen. No hace mucho, para confirmar esto, le contaba algo muy divertido Banville a Rodrigo Fresán. Abro aquí un paréntesis para decir que las entrevistas que periódicamente le hace Fresán a su colega irlandés se han convertido en un nuevo género: no son ya exactamente entrevistas, sino algo que va más allá de esa definición; no sé, tal vez es que son simplemente geniales.
El caso es que Fresán le pregunta a Banville qué quiso decir cuando dijo que "los artistas no tienen realmente mucha experiencia vital y lo que hacen ya es mucho teniendo en cuenta la poca experiencia que tienen". Y Banville le cuenta entonces una anécdota de W. H. Auden mientras cruzaba los Alpes junto con unos amigos. El poeta iba leyendo un libro, pero sus amigos no dejaban de lanzar exclamaciones de éxtasis ante lo majestuoso del paisaje. En un momento dado, Auden despegó la vista del libro, miró por la ventanilla del vagón de tren y regresó a su lectura diciendo: "Con una mirada alcanza y sobra".
Lo cierto es, concluye Banville, que apenas necesitamos de un atisbo de la realidad, porque la imaginación hace el resto.
Estoy en Dublín y quiero ir a ver un puente que aparece en una secuencia del relato que escribo. Tengo la impresión de que no modificaré nada de lo ya escrito, pero quiero ir a verlo porque hace tiempo que el puente de O'Connell forma parte de mi paisaje personal y me parecería una descortesía estar en Dublín y no ir como mínimo a visitarlo, no ir a cruzar de un lado del río Liffey al otro para sentir que por fin camino por ese puente que es mío.
2 - Son las ocho de la mañana cuando me planto en Grafton Street y comienzo a caminar hacia el puente, al que llego hacia las ocho y cuarto. La mañana es generosa, casi de primavera. Pienso en el contraste con Los muertos, el cuento de James Joyce en el que es de noche y nieva cuando pasan con el coche de caballos cerca del puente:
"Cuando el coche atravesaba el puente de O'Connell, la señorita O'Callaghan dijo:
-Dicen que nadie cruza el puente de O'Connell sin ver un caballo blanco.
Gabriel señaló la estatua de Daniel O'Connell, sobre la que se habían posado los copos de nieve. Después, la saludó con familiaridad, haciendo un gesto con la mano".
Cotejando traducciones y el original, descubrí que Daniel O'Connell no era nombrado por Joyce en ese pasaje, pero sí aparece en todas las traducciones al español. En el original joyceano se habla de la estatua, pero no se da el nombre del político irlandés.
Cuando llego al puente y comienzo a cruzarlo, veo la estatua de O'Connell -más conocido como El Libertador- al final del trayecto. La saludo con la familiaridad del que sabe que la estatua pertenece a su paisaje personal. Esta mañana, como tantas otras, el señor O'Connell tiene una paloma blanca sobre la cabeza. Me acuerdo de una frase de Julio Cortázar oída misteriosamente un día en el metro de París: "Un puente es un hombre cruzando el puente".
Yo soy el hombre que cruza el puente y se planta ante el inmóvil O'Connell y lo mira, consciente de que con una sola mirada alcanza y sobra. De hecho, ha sido completamente innecesario venir hasta aquí, incluso venir hasta Dublín, porque la mirada a la estatua ya la había imaginado desde casa. Lo único que podría justificar tanto trajín sería que ahora pasara por el puente un caballo blanco. No pasa. Pasa por donde yo voy, en cambio, una multitud de gente que va a trabajar y que hace que el puente acabe siendo las mujeres y hombres que lo cruzan.
Me pierdo en la multitud, me transformo en un irlandés que va al trabajo. Decido seguir ocupado en las localizaciones de mi relato en marcha. Sé que si alguien me preguntara le diría que trabajo en localizaciones, como si de una película se tratara. Y unos minutos después ya estoy en una esquina que también forma parte de mi paisaje desde hace meses y ante la que no sé si con una mirada me alcanzará y sobrará. Estoy ahora en el café Lincoln's Inn, en la esquina de Clare Street con Lincoln Place. En ella, citó Joyce a Nora Barnacle por primera vez el 14 de junio de 1904. Esa esquina está frente a la que fue la casa de Oscar Wilde. La cita fracasó y los jóvenes acordaron otra, dos días después: el jueves 16 de junio de 1904. Esa fecha pasaría luego a la historia de la ciudad y de la literatura universal. Joyce decidió que ese día transcurriría su novela Ulysses, que se publicaría en el año 1922, el mismo en que la República de Irlanda consiguió la independencia. Esa esquina en la que estoy es mágica, probablemente. Saboreo un rancio café en el Lincoln's Inn, pero la decepción del brebaje no me impide quererme hacer fuerte en este lugar. Pronto comprendo que aquí con una mirada no me alcanza para mucho. Porque siento que estoy en la esquina del comienzo de algo. Y sí, así es. Viene hacia mí un tipo de mirada tuerta e iracunda, con una cojera cómica, el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín. Para ver que es Banville que se acerca sí que, en cambio, con una mirada me alcanza y sobra. Viene a pedirme la hora. Y también que le aclare algo, creo. Trabajo en localizaciones, pienso decirle. Y que imagine lo que quiera.
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